Glenn Gould: el pianista más genial y extravagante del siglo XX
Dejó boquiabiertos a directores y músicos de todo el mundo. Fue un excéntrico, lleno de manías y rarezas, que solo tocaba sobre una vieja silla paticorta. Un nuevo libro recoge las opiniones de este intérprete que tuvo la osadía de ‘corregir’ a los grandes maestros. Fotos: Getty Images y Archivos de la CBS
========
Desconcierto absoluto en el Carnegie Hall. Antes de comenzar el concierto de la Filarmónica de Nueva York, el director Leonard Bernstein sale al proscenio y habla al público. Necesita decir que no está de acuerdo con la interpretación poco ortodoxa que esa noche se va a hacer del Concierto para piano número 1 en re menor, de Brahms. Bernstein no está de acuerdo porque no se van a seguir las indicaciones del compositor.
«Mi estilo me obliga a sentarme más bajo que la mayor parte de los pianistas», contaba. Sus interpretaciones son más suaves y lentas. No le iba el grado de intensidad fortissimo y evitaba utilizar el pedal del piano
«¿Por qué la dirijo?», se pregunta. Porque el intérprete, el pianista canadiense Glenn Gould, era en su opinión un artista extraordinario y «su concepción es suficientemente interesante como para pensar que ustedes merecen escucharla», dijo Bernstein.
“Tenía tres cualidades que hacía que sobresaliese: una memoria portentosa (leía una pieza y ya se la sabía), una concentración extrema y un oído absoluto, “que me permite escuchar cerebralmente”, decía
A continuación, los espectadores de aquel concierto del 6 de abril de 1962 vieron aparecer a un hombre de aspecto desaliñado. Se sentó en una silla vieja, paticorta y sin cojín. Era tan baja que cuando Glenn Gould se sentaba en ella y se doblaba hacia el piano casi rozaba las teclas con la nariz. Recordaba a un borrachín en la barra de un bar.
Cuando Gould se adentraba en la interpretación caía en éxtasis y a veces se quitaba los zapatos o canturreaba ¡en pleno concierto! Pero lo que inquietaba a los directores y músicos de las orquestas no eran estas extravagancias, sino que sus interpretaciones eran totalmente diferentes: en general, más suaves y lentas.
Gould interpretaba los compositores a su manera. Leonard Bernstein (en la foto con Gould) reconoció en público su desacuerdo de tocar un pienza de Brahms y a la vez manifestó su admiración por el pianista
Era un genio. Una leyenda. Para muchos, el mejor pianista del siglo XX, admirado por Herbert von Karajan («su estilo abrió el camino del futuro», dijo de Gould), Yehudi Menuhin y, por supuesto, Bernstein. Nunca utilizaba partituras, apenas ensayaba, no le hacía falta, explicaba, porque «el piano se toca con el cerebro».
Tenía tres cualidades que hacían que sobresaliese: una memoria portentosa (leía una pieza y ya se la sabía), una increíble capacidad de concentración y «un oído absoluto, que me permite escuchar cerebralmente las polifonías más complejas y, por tanto, estudiar o componer paseando, incluso en medio de una multitud», cuenta Gould en el libro No, no soy en absoluto un excéntrico (Acantilado).
Llevaba abrigo, bufanda y guantes en invierno y en verano. Sumergía las manos y los brazos en agua caliente durante veinte minutos antes de los conciertos en un lavado que recuerda al de los cirujanos. Para nadar, utilizaba unos guantes negros de caucho largos hasta las axilas. Era un solitario pertinaz de personalidad fuerte y compleja: a menudo cancelaba sus conciertos, se excusaba diciendo que no estaba en condiciones de dar lo máximo. Y él era el colmo del perfeccionismo. O lo excelso o nada.
Dejó de dar conciertos a los 34 años, cuando estaba en la cima. Odiaba los conciertos, le generaban angustia. No iba a ellos «salvo a los míos claro, a los que asisto religiosamente», dijo con un fino sentido del humor. «Lo consigo a base de sedantes», añadió. En los ajenos sufría por los intérpretes: «Me horroriza pensar que esos desgraciados deben afrontar la misma responsabilidad que yo cuando toco», explicó.
“Como no devolvía los golpes, a los otros niños les divertía meterse conmigo. Pero es exagerado decir que sucedía habitualmente. A lo sumo cada dos días”
Se retiró de los escenarios en 1964, pero no de la música. Se dedicó a las grabaciones. Decía que así había que escuchar la música, enlatada y en casa, y que la tecnología era ‘benefactora’. También grabó dos películas y varios programas de radio: Le encantaba la radio, le tranquilizaba. Igual que los hilos musicales: «Me pasaría la vida subiendo y bajando en un ascensor», dijo. También le gustaba el teléfono, huía de la gente, pero podía tirarse horas y horas hablando por teléfono: por supuesto, de música.
Mi farmacia portátil
Dicen ahora que es posible que este pianista genial que falleció en 1982, a los 50 años, padeciera síndrome de Asperger. Quizá. Lo cierto es que él negaba ser un excéntrico. Reconoce, eso sí, algunas particularidades. «Como me negaba a devolver los golpes cuando me pegaban, a los muchachos del vecindario les divertía meterse conmigo. Pero es exagerado decir que esto sucedía habitualmente. A lo sumo, cada dos días».
Empezó a tocar el piano a los 3 años, con su madre -pianista aficionada- como profesora. «Supe leer música antes que palabras», contó. A los 11 años fue al conservatorio y a la vez estudiaba piano, órgano y composición. A los 19 dejó de estudiar: ya no podía aprender más de otros.
No interpretaba las piezas como los demás. Según Bruno Monsaingeon -el director de cine que trabajó con él-, Gould «afirmó la autonomía del intérprete frente a la partitura». Si un cineasta adapta una novela al cine, Gould adaptaba a Brahms, Bach, Schönberg o Strauss. Era más que un pianista. «Con él desaparece la distinción entre creación e interpretación», dice Monsaingeon.
Sus dos grabaciones de las Variaciones Goldberg, de Bach, son piezas míticas. Únicas. Una rareza, además, porque es una de las poquísimas veces en su vida que repitió grabación, lo hizo en 1955 y 1981 y solo por razones de proceso tecnológico.
El público no le interesaba. Le parecía prescindible, como los aplausos, aclamaciones o silbidos, que, en su opinión, pueden confundir a «intérpretes fácilmente impresionables». Lo que sí necesitaba eran las medicinas. Viajaba cargado con una farmacia portátil. Tanta automedicación le perjudicó: no le prestaron atención cuando se quejó de los dolores de cabeza que eran síntoma de la infección que lo mató.
Glenn Gould solo tocaba sentado en su vieja silla de patas recortadas. Viajaba con ella. Respondió muchas veces a las preguntas sobre la silla. «Está totalmente destartalada, pero no la cambiaría por otra»
Era imprevisible en sus opiniones: sí a Petula Clark, no rotundo a los Beatles; sí a Richard Strauss, no a Verdi -me pone enfermo»- y Puccini -«me indigna»-; sí a la literatura, leía muchísimo; odio feroz a la pesca. Vivía a orillas del lago Simcoe, en Canadá, y cuando veía pescadores ponía el motor de su lancha a toda potencia y los rondaba para espantar a los peces. Los pescadores pensaban que era un loco antipático, pero quienes lo trataron (muy pocos) destacan de él su dulzura y sentido del humor. Fue único.
Encorvado y cantando sobre el escenario
El pianista canadiense Glenn Gould tenía un estilo muy especial: entraba como en trance, canturreaba mientras tocaba, encorvado sobre el teclado, sentado siempre en la misma silla extraña. A veces incluso se descalzaba. Sus interpretaciones no eran ortodoxas: no seguía las indicaciones de los compositores. Su versión de las Variaciones Goldberg, de Bach, es una pieza mítica.
Soledad
Le parecía indispensable para la creación. «La llamada ‘disciplina’ que no es más que una manera de excluirse de la sociedad- es algo absolutamente indispensable», decía Glenn Gould.
Concentración
Según Gould es lo más importante de la personalidad de un músico. Podría componer en medio de la multitud “Como tengo la costumbre de utilizar los brazos para dirigir la música que oigo en mi mente, suelo llamar la atención” dijo.
Manos
«Cuidarme las manos revela simplemente buen juicio», explicó. Utilizaba abrigo, bufanda y guantes (a veces dos pares a la vez) en invierno y en verano.
Para finalizar: su interpretación (en dos partes) del concierto No. 5, «Emperador» (Opus 73) de Ludwig van Beethoven: