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Granés: 1984 en 2025

La política ya no dirime asuntos de mejora pública, sino en identidad

1984': una disección del totalitarismo

 

La palabra ‘perplejidad’ empieza a quedar corta para describir la sensación que embarga a los ciudadanos que observan la realidad política de sus países. Cuando creyeron haber asimilado el hecho de que personajes extravagantes, sin atributos intelectuales y una relación –digamos tóxica– con la verdad y la realidad, estaban ganando elecciones y llegando a los palacios de gobierno, los dejó atónitos, en la lona y desmoralizados, comprobar que la evidencia de su cinismo y amoralidad no les hacía perder el apoyo de sus seguidores. Una cosa era votar por ‘outsiders’ o estar dispuestos a darle una oportunidad a ideas radicales; otra muy distinta convencerse a sí mismos de que habían elegido a estadistas geniales o a visionarios irremplazables.

El gran enigma político de nuestro tiempo es ese: que un elevado porcentaje de la población defiende con un puñal entre los dientes a mediocres y fanfarrones, a histriones autoritarios e incluso a golpistas, a ególatras trepadores que, en otros tiempos, habrían perdido el respaldo ciudadano a la primera pifia. Hoy se elige a personajes con defectos evidentes, incluso con rasgos patológicos y vicios que nadie querría ver reproducidos en sus hijos. Y, sin embargo, se les alaba como si hubieran sido ungidos por la providencia para salvar a sus naciones. Su apoyo podrá disminuir, pero rara vez baja del 30 por ciento.

Gente muy lúcida, como Anne Applebaum o Diego Garrocho, han tratado de entender este fenómeno, señalando que la política ya no dirime asuntos de mejora pública sino de identidad, y mostrando cómo el ciudadano está renunciando a pensar libremente para no perder su lugar en las trincheras identitarias. Pareciera que a través de la política ya no se dirimen asuntos prácticos y reales, como el tipo de sociedad en el que nos gustaría vivir, sino identitarios: la gente que me gusta y la que no. Como en 1984, la novela de Orwell, nuestros caudillos posmodernos no nos obligan a hacer esto  ni nos prohíben hacer aquello. Nos dan una sola orden: «Eres». Perteneces a los nuestros, al bando de los buenos; estás en el lado correcto de la historia y tu misión no es fiscalizar mis actos sino odiar al enemigo y evitar que nos desbanque.

«Te vaciaremos y te rellenaremos… de nosotros», le decía el tenebroso O’Brien a Winston Smith. Y esto que ocurría en la novela de Orwell parece estar replicándose en nuestras sociedades. Se politiza la memoria histórica, se generan lealtades en base a la mentira, se niega la evidencia y se defiende lo absurdo. Se despiertan odios, se inventan amenazas, se divide el mundo entre amigos y enemigos para colmar a los seguidores de visiones parciales de la realidad. En este escenario distorsionado, quien disiente no lo hace porque es libre y piensa distinto, sino porque padece una supuesta patología moral. Y, así, para demostrar que somos sanos y buenos, aplaudiremos desatinos e idioteces que, en ausencia de trincheras identitarias y en tiempos menos ruidosos, jamás habríamos dudado en condenar.

 

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