Granés: El legado del socialismo del siglo XXI

Veinticinco años después de que se presentara al mundo como una nueva utopía, el balance del socialismo del siglo XXI no puede ser más ruinoso. Evo Morales se encuentra atrincherado en un pueblo del Chapare, evadiendo una orden de captura por estupro y trata de personas, mientras su partido político, el otrora hegemónico MAS-IPSP, desaparece de la escena política fragmentado y vapuleado en las elecciones presidenciales.
Rafael Correa, otro aliado de Chávez, tampoco puede pisar el Ecuador sin que se active una orden de captura en su contra. El caso Sobornos, una red de corrupción que regó de dinero las campañas de Alianza País a cambio de contratos públicos, lo obligó a huir del país y a radicarse en Bruselas. Desde ese otro refugio, seguramente más glamuroso que el de Morales, hace ruido e influye en la política local, pero su partido lleva perdiendo las últimas tres elecciones presidenciales.
La lista no se detiene ahí. Sobre Daniel Ortega y Rosario Murillo pesa una orden de captura internacional, dictada por un juez argentino que los acusa de violaciones de los derechos humanos. Maduro no duerme tranquilo desde que se ofrecen 50 millones de dólares por su captura, y también se atrinchera en el Palacio de Miraflores mientras el Caribe venezolano se llena de destructores, aviones, submarinos y marines yanquis.
No puede haber un paisaje más desolador. El socialismo del siglo XXI fue una fábrica de autócratas que buscaron el poder para no dejarlo, destruyendo de paso la economía y la convivencia de sus naciones. La podredumbre que dejaron debería ser razón suficiente para tomar distancia de este período liberticida y desquiciado y volver a cauces menos nacionalpopulares y más liberales, pero parece que no es el caso. La experiencia populista marcó con enorme fuerza la política contemporánea, y ahora se presenta como un mal inevitable. En el mundo hispano la izquierda renunció al liberalismo, y su desquiciado ejemplo lo han seguido los propulsores de una nueva derecha patriotera y tradicionalista. Si la primera cree que su misión es liberar al pueblo de un agente opresor, bien sea el fascismo, las oligarquías, el neoliberalismo o los yanquis, la segunda entiende la política como una lucha en contra de enemigos que corrompen la nación: los inmigrantes, los ‘wokistas’, los gays, las élites globalistas. Ya no se hace política para algo sino en contra de alguien. Se busca la confrontación, no la propuesta. La política se nutre de las amenazas y de los culpables, y detrás de esas mutaciones palpita el Socialismo del siglo XXI.
La irascibilidad, el tremendismo, la altisonancia, el victimismo, el «ellos o nosotros»: todo eso hace parte de su acervo. Por eso mismo su decadencia es relativa. Puede que a derecha e izquierda se denuncie el daño que le hizo a las sociedades, pero nadie renuncia a sus métodos y estrategias. Moduló el clima político a su medida, y a veces eso parece una victoria.