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Granés: Petro tuiteando en Macondo

Petro tuiteando en Macondo
                                     Aureliano en la Casa de Nariño.

Don Quijote, Emma Bovary, Gustavo Petro

La literatura tiene efectos en la subjetividad de las personas, y la prueba concreta está en esos lectores empedernidos que acaban contagiados por el virus de la ficción y dedicando su vida a la invención de mundos imaginativos.

No es extraño que ese efecto misterioso que tienen las novelas en la cordura o la locura de los lectores haya sido uno de los temas fundacionales de la literatura moderna. Toda persona que ha traficado, así sea poco, en dosis mínimas, con los libros, sabe que a Alonso Quijano se le secó el cerebro de tanto leer historias de caballería, y que un buen día, convertido en Don Quijote, mandó todo al carajo, empezando por el sentido de la realidad, y salió en busca de aventuras que aumentaran su honra y sirvieran provechosamente a la república.

Madame Bovary, el personaje de Flaubert, padeció un síndrome parecido: ante el abismo que se abría entre el esplendor de las novelitas de amor que leía y la mediocridad de su vida, prefirió negar la realidad y gozar de una existencia de amoríos furtivos a la altura de sus fantasías. Como Don Quijote, que acabó sus días lamentando su locura, la irreal peripecia de Madame Bovary la dejó en la ruina y bebiendo arsénico. Vivir sin sueños e ilusiones es una miseria; vivir sólo de sueños e ilusiones conduce a la tragedia.

En Colombia también tenemos un personaje que por culpa de su afición a las novelas, a una en particular, se le difuminaron las fronteras entre la realidad y la fantasía. Su particularidad es que no está hecho de palabras, sino de carne y hueso, y que por una y otra cosa llegó a la presidencia de la república.

En efecto, Gustavo Petro está emparentado con Don Quijote y Emma Bovary. Su obsesión con Cien años de soledad marcó su biografía y su manera de entender el mundo, lo convirtió en un sabio de un solo libro, chamán de la oratoria y creador de pueblos.

Como Alonso Quijano, que cambió su nombre para salir al mundo a castigar alevosías, en sus tiempos de deshacedor de agravios en el M-19, Petro cambió su nombre por el de Aureliano para hermanarse con el coronel que protagoniza la novela de García Márquez. Y basta con leer sus mensajes en X, sobre todo los que escribe en sus madrugadas ignotas, para comprobar que sigue confundiendo el sueño con la realidad y a Colombia con Macondo, y que sus gestas de salvador enfebrecido y tuitero delirante se le mezclan en la mente con las andaduras revolucionarias del coronel Aureliano Buendía.

Hace unos pocos días dio muestras de ello, cuando tomó su celular como si fuera el sable del coronel para poner de rodillas al presidente de los Estados Unidos. “Colombia es el corazón del mundo y usted no lo entendió”, le soltó a Donald Trump. “Esta es la tierra de las flores amarillas, de la belleza de Remedios, pero también de los coroneles Aurelianos Buendía, de los cuales yo soy uno de ellos (sic), quizás el último”. 

En su top ten de tuits megalómanos e irresponsables, del todo nocivos para el comercio y la cordura de un país desgarrado por la locura, este escaló rápidamente al número uno.

En defensa de Petro hay que decir que todos somos un poco como él, como Don Quijote y como Emma. Nuestra imaginación nos permite fantasear con vidas esplendorosas, empresas gloriosas, aventuras estrepitosas; también con mundos perfectos y futuros purgados de males sociales. Somos criaturas imaginativas, que entendemos y gozamos con Don Quijote y Emma porque nos reconocemos en su triste hazaña, en su fragilidad y en el desquiciado empeño de negar la realidad y las limitaciones con tal de dar la talla de nuestros propios sueños. De la capacidad de fabricar ilusiones, y de la loca voluntad de realizarlas, decía Vargas Llosa en un ensayo sobre Madame Bovary, surge lo mejor y lo peor del ser humano, grandes hazañas y terribles cataclismos. La diferencia entre unas y otros, depende de la naturaleza del delirio.

Emma y Don Quijote son inofensivos, pues al fin y al cabo no lideran ejércitos ni naciones. Sus excesos imaginativos los pagan en carne propia, golpeados y derrengados, frustrados y suicidados. A todos nos ocurre: nos estrellamos contra nuestras propias fantasías y pagamos de nuestro bolsillo los platos rotos.

El caso contrario es el del coronel Aureliano Buendía y el de su alter ego en el mundo real, Gustavo Petro. Ambos encarnan el peor delirio de todos, el que necesita para materializarse la inmolación de los otros, el que demanda la concurrencia de pueblos, de ejércitos, de naciones enteras. El tuit que le puso a Trump era la prueba reina de que a nuestro presidente lo aqueja esta particular forma de delirio, la que disfraza los despropósitos de la soberbia tras la dignidad de los pueblos, sin reparar en las consecuencias.

Los cuatro años de soledad del coronel Petro

Todo caudillo delirante que envuelve su ego en la bandera de la dignidad, ama los pueblos y abomina de los individuos, porque a los primeros los seduce para embarcarlos en su deriva apocalíptica, mientras los segundos ven que va desnudo predicando el advenimiento de paraísos o Macondos inexistentes.

El coronel Aureliano Buendía empezó peleando porque el régimen conservador quería pintar las casas de Macondo de color azul, y acabó fantaseando con lanzar una guerra continental que barriera los regímenes conservadores desde Alaska a la Patagonia. Las implicaciones de una guerra colosal no importaban, la cuestión era llevar la locura hasta las últimas consecuencias.

No sólo en eso se parece Petro a su alter ego ficticio. La totalidad es un elemento central del delirio del coronel, y la totalidad es el delirio que caracteriza a Petro. Después de pelear 32 guerras civiles y perderlas todas, Aureliano Buendía busca a su compañero de armas, el coronel Gerineldo Márquez, para “que lo ayudara a promover la guerra total”, esta vez contra los gringos de la compañía bananera.

Petro busca lo contrario, la paz total, pero el resultado es más o menos el mismo: un país del todo o nada, desbocado por una violencia que ha hecho metástasis en la disidencia de la disidencia y para la que ya nadie, tal vez sólo los médicos invisibles, parece tener cura.

Ese carácter dogmático y revolucionario, que Petro ve como una virtud, es en realidad el peor defecto del coronel Aureliano Buendía. Lo diagnostica su propia madre, Úrsula Iguarán, cuando lo ve volver a Macondo después de sus campañas militares: “Ahora parece un hombre capaz de todo”. Y en efecto, asumido el mando, el coronel se “empeñó en la agotadora tarea de imponer las reformas radicales que no dejaran piedra sobre piedra en la revenida  estructura del régimen conservador”. O colonial, o esclavista, o neoliberal, u oligárquico, añadiría Petro, antes de empezar la misma labor destructiva y por las mismas razones: para poner nuevos cimientos nacionales.

En Macondo no había de quedar recuerdo alguno del mezquino proceso de paz de Juan Manuel Santos, del sistema de salud neoliberal de Gaviria, de la institución militar guerrerista de Pastrana y Uribe, de la política internacional que hizo Duque arrodillado ante los gringos. “Cuando abran los ojos a la realidad se encontrarán con los hechos consumados”, le advirtió el coronel a Roque Carnicero.

Confundiendo su propia arbitrariedad con la voluntad popular y achacando su autoritarismo a los complots de sus enemigos, el coronel se estaba transformando en un ser solitario a quien un edecán, tal vez Laura Sarabia, separaba de la humanidad trazando en el suelo un círculo de tiza de tres metros. Desde allí, “decidía con órdenes breves el destino del mundo”. El fin de los combustibles fósiles para volver a los tiempos de Melquiades, la filosofía decrecentista de los sabios de Copenhague, la planificación mundial de la economía que diseñaron los conjurados de Eurasia, erradicar la peste del cambio climático con brebajes de acónito o discursos en la ONU, disponer de alfombras voladoras o trenes elevados para viajar de Barranquilla a Buenaventura, imponer por decreto la fertilidad de Petra Cotes para que se pueda vivir sabroso trabajando cada vez menos.

Enamorado de sí mismo, de su belleza moral, el redentor empieza a cocerse en su propio dogmatismo. Se lo advirtió José Raquel Moncada al coronel: “A este paso no sólo serás el dictador más despótico y sanguinario de nuestra historia, sino que fusilarás a mi comadre Úrsula tratando de aplacar tu conciencia”. “Yo seguiré hasta donde el pueblo diga. Si el pueblo dice: <<más adelante>>, más adelante iré. Sin ningún temor, sin ningún miedo”, dice Petro.

La pureza de los ideales propios y el vicio de los enemigos, justifican todos los excesos; ir más adelante, no respetar los límites de las instituciones. Aunque su propia madre, Úrsula, el único personaje anclado a la realidad en una casa de fantasiosos y revolucionarios, dibujaba con precisión las miserias que se multiplicaban como forúnculos en el carácter de su hijo. No, el coronel “no había hecho tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni había renunciado por cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creía, sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida era simplemente un hombre incapacitado para el amor”.

El delirio de la soberbia

El amor a la causa, al ideal, al pueblo, a la humanidad entera, suele ir acompañado de una indiferencia por las personas concretas, incluso por esos hijos que ni Petro ni Aureliano criaron. Porque el delirio del revolucionario es ese, la soberbia, el vicio que los lleva a creer que saben lo que es bueno para la humanidad en abstracto -así trastorne la vida de individuos-, y a convencerse de que en sus visiones se encuentran las respuestas a las necesidades del pueblo, la nación o el mundo entero, una ventana a un futuro tan perfecto que bien vale la pena sacrificar a toda una generación por ella.

El revolucionario que se deja llevar por sus delirios no ve la realidad, con todas sus contradicciones y complejidades, sino un terreno baldío donde fundar Macondo. Creadores de pueblos, refundadores de patria, emancipadores de oprimidos, liberadores de consciencias colonizadas, conductores de patrias vilipendiadas, todos sueñan con los mismo: llevar su rebaño a la tierra prometida, erigirse en su guía, satisfacer el apetito josearcádico de su megalomanía.

La mente del redentor funciona de una manera muy particular, poco científica: no desentraña la realidad. Hace lo contrario, encanta el mundo. Proyecta en él sus fantasías, sus deseos justicieros y sus visiones más bruñidas. También sus miedos y paranoias. Petro ve golpes blandos y duros acechándolo. Pelotones de fusilamiento frente a los cuales habían de recordar aquella tarde remota en que empezaron las pantomimas bolivarianas, los juramentos emancipadores, el sueño de hacer una revolución en Colombia. Y todo para acabar igual que el coronel, encerrado en una habitación del Palacio de Nariño, alejado del mundo, dedicado a fabricar no pescaditos de oro, sino pajaritos azules, trinos y más trinos con los cuales poner patas arriba al país entero. “Me matarás”, le recriminaba a Trump en su inmortal tuit, “pero sobreviviré en mi pueblo que es antes que el tuyo, en las Américas”.

Tuiteando desde Macondo, Petro se comparaba luego con el malhadado Salvador Allende, y daba a entender que Trump tal vez no lo quería fusilar, sino darle un golpe de Estado. Reaccionaba iracundo y digno: “Pero yo muero en mi ley, resistí la tortura y lo resisto a usted”, le advertía. “No quiero esclavistas al lado de Colombia, ya tuvimos muchos y nos liberamos”. Petro estaba dando la pelea contra los gringos que no alcanzó a dar el coronel Aureliano Buendía, porque antes lo sorprendió la muerte meando contra el castaño del patio. “Túmbeme, presidente”, seguía, “y le responderán las Américas y la humanidad”. No le tenía miedo a Trump. Por qué iba a hacerlo, si en el Chiribiquete hubo orfebrería desde el tiempo de los faraones egipcios, y aún cabalga por nuestras tierras un guerrero que gritaba libertad y respondía al nombre de Bolívar.

Petro hablaba luego del canal de Panamá, y de Jorge Eliecer Gaitán, y de Colombia, que es el país de la belleza y el corazón del mundo; del 50% de aranceles que le impondría a los productos de Trump o de Mr. Herbert, y del maíz que se descubrió en Colombia y que alimentaría al mundo entero. Petro estaba viviendo su propio Cien años de soledad.

El Palacio de Nariño debía ser garciamarquiano, no aristócrata, dijo unos días después en un consejo de ministros con el que autodestruyó por segunda vez su gobierno. Quienes lo criticaban por su tuit no entendían las ideas de Bolívar ni por qué éramos independientes. ¿Qué querían, acaso, un país digno o un país de pacotilla? ¿Al sicario de Santander o al gestor de la Gran Colombia?

El caos histórico de Petro, sus trinos y sus regañinas televisadas estaba mostrando, por contraste, las maravillas que hace un artista talentoso con el delirio, y el sindiós que es tener a un político delirante en el palacio de gobierno.

García Márquez nos mostró la diferencia entre uno y otro: nos permitió gozar con el delirio artístico mientras nos inmunizaba contra el delirio político; nos hizo saber que una cosa era alucinar frente a una hoja en blanco y otra muy distinta volcar sobre la realidad las visiones angelicales, las sueños justicieros o los diablos azules. Petro no entendió esa lección porque no leyó Cien años de soledad como una novela, sino como los pergaminos de Melquiades. En sus páginas vislumbró su destino, y como Emma Bovary y Alonso Quijano mandó la realidad al carajo, empuñó la espada de Bolívar y emprendió su cruzada para liberar, desde siempre y para siempre, para no ser desterrado de la memoria de la humanidad, a Macondo de los espectros oligárquicos y malignos que lo atormentan.

 

CARLOS GRANÉS: Es escritor, autor de El puño invisible, Salvajes de una nueva época, Delirio americano, entre otros textos. Escribe en ABC (España), y en The Objective.

 

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