Guaidó aún no es el poder, pero Maduro ya es la resistencia
El miedo ha cambiado de bando: el dictador se refugia en el búnquer mientras el nuevo Gobierno va ganando apoyos. Es un proceso inédito que fija un nuevo modelo de Transición
El dictador suele levantarse tarde. Si hay que quitarse el chándal, se lo quita, pero si no es tontería. Después de almorzar, y a veces antes y mucho después, se postra en el sofá a ver la tele. La tele le gusta mucho, sobre todo algunos programas españoles que todavía llegan a esta Venezuela en involución analógica. Su serie favorita es «Aquí no hay quien viva». Lógicamente. También le apasiona «Zapeando», de La Sexta, que mezcla las parodias estúpidas con los chistes malos. Uno de sus colaboradores, Quique Peinado, explica con precisión en qué consiste el programa: «Somos los payasos que damos descanso a [Antonio García] Ferreras, [Ana] Pastor y [Mamen] Mendizábal». En cuanto al turno de noche, el dictador es un adicto a «El Hormiguero». Salvo aquella noche. La del 15 de junio de 2017, en plena ola de protestas por el asalto de sus jueces a la Asamblea Nacional. El dictador lo único que quería era un rato de distracción, echarse unas risas, que algún famoso desvelara alguna esquina de su intimidad. Pero de pronto apareció Miguel Bosé, ojos maquillados, levita negra, y se puso grave: «Los venezolanos se sienten solos, muy solos. ¿Dónde están los países hermanos? ¿Dónde está la comunidad internacional para defender a un país al que le han arrebatado la democracia?». El dictador voló del sofá, el bigote en llamas. Insultó a la pantalla y cogió el teléfono: «¡Convoquen a la prensa!». Y ahí que salió el día siguiente: iracundo, perfectamente reconocible, flanqueado por el busto de Bolívar y un banderón ultrajado. Cargó contra Bosé: «¡Vomita mentiras!», y le dio una lección de televisión a Pablo Motos: «¡Un programa de entretenimiento tiene que ser un programa de entretenimiento!». El dictador en su escaleta.
En los tiempos felices, o por lo menos normales, los presidentes venezolanos vivían en una suntuosa casa colonial, de pérgolas y araguaneys, llamada La Casona. Antiguamente fue una hacienda de caña de azúcar y en 1964 el presidente Raúl Leoni, un hombre sensible y conciliador, la compró para el Estado. Pero en 2004, con la verborrea del «Aló Presidente», Hugo Chávez anunció graciosamente que la casa se convertiría en una residencia para niños desahuciados. Y ahí viven todavía sus hijas. Bueno, entre La Casona y la Quinta Avenida. Muerto el mito, el dictador no se atrevió a echarlas y se instaló en el Fuerte Tiuna, un complejo militar de bloques de ladrillo y hormigón al suroeste de Caracas. Según amigos que le han visitado, vive mal. En una vivienda pequeña, fea y vulgar. La ventaja es que está rodeado de militares. Lo único que le queda.
Desde que la Constitución proclamó a Juan Guaidó presidente encargado de Venezuela, el dictador ha aparecido a diario en la televisión estatal rodeado de militares. La intención es evidente pero el resultado, mediocre. Más que miedo, el sátrapa empieza a dar pena. Primero, está la foto posando con un grupo de soldados: el único que sonríe es él y los únicos que llevan pistola son sus guardias de corps; el resto parece que hayan sido severamente cacheados y desarmados, no fuera a escapárseles un tiro. Luego está el vídeo corriendo con los paracaidistas, amarraditos los diez, espumas y tergal: nunca había sido tan evidente el sobrepeso del Estado ni tan verdadera la máxima liberal sobre la necesidad de adelgazarlo. Y finalmente está el entrañable diálogo que mantuvo con los acuartelados de Fuerte Tiuna, sus vecinos:
-¡¿Están dispuestos a defender la Constitución y a su comandante en jefe?!
– Sí, mi comandante en jefe.
– ¡¿Quieren que me rinda ante el imperialismo norteamericano?!
– No, mi comandante en jefe.
– ¡¡Unidad monolítica!! ¡¡Moral máxima!! ¡¡Leales siempre, traidores nunca!!
– …
¿Traidores a quién? ¿Al dictador o a la patria? El ofrecimiento de una amnistía a los militares que quieran acatar la Constitución y dejar de pasar hambre está surtiendo efecto. Guaidó se ha reunido en secreto con miembros de las Fuerzas Armadas, que le han reconocido «que las penurias del país son insostenibles». En las concentraciones del pasado miércoles había funcionarios que jamás se habían manifestado contra el régimen. Vi cómo bajaban del edificio del Ministerio de Vivienda y del nacionalizado Banco de Venezuela. Y también cómo subían del metro. De sus fétidos túneles, cantando: «Y ya cayó, y ya cayó, este gobierno ya cayó». Y también de sus oficinas: «Hemos perdido todo», me dijo Reina, una administrativa, «incluido el miedo». Y éste sí es un juego de suma cero: el miedo ha cambiado de bando. La detención, en los últimas días, de varios periodistas, entre ellos tres de la agencia Efe, es un síntoma de desesperación. El fuerte se resquebraja. Y con él, la moral del dictador. Lo comentaron entre ellos los embajadores que acudieron a su última convocatoria, en vísperas de la histórica marcha del 23 de enero: «El hombre ha perdido el sentido de la realidad. Llegó a decir: ‘Yo no soy tonto'».
Hay en este proceso de cambio de régimen -sí, ministro Borrell, de régimen, porque cae la dictadura y resurge la democracia- algo inédito, extraordinario, que será estudiado en las facultades de Políticas y en los libros de Historia. No es que una etapa suceda a otra; es que se solapan. Lo viejo muere cuando lo nuevo ya ha nacido, contrariando a Gramsci. No hay claroscuros; no hay limbo. Más de 60 democracias del mundo y el Parlamento de la Europa unida han reconocido oficialmente al presidente legítimo. Las cuentas del país han sido traspasadas a manos jóvenes y limpias. Los nuevos embajadores han recibido sus credenciales. El flamante encargado de negocios de Venezuela en Estados Unidos ya trabaja con, y en, la Casa Blanca. Todo esto en ocho días. Es una nueva forma de revolución, a la que aún no le encuentro nombre. De momento, dejémoslo precisa y modestamente en el modelo venezolano de Transición. Un modelo que ha enterrado arraigadas prácticas, protocolos y consignas de la comunidad internacional. Por ejemplo, Europa: siempre ha dicho que no reconoce gobiernos, sino Estados, porque si el criterio fuera el contrario tendría que repudiar, entre otros, a la sexagenaria tiranía castrista, a la teocracia que descuartiza periodistas en consulados y al dragón chino. Sin embargo, con retraso y algunas vergonzosas excepciones, Europa también va a reconocer a Guaidó. O Japón, que después de Pearl Harbour, y sobre todo de Hiroshima y Nagasaki, ha mantenido un perfil geopolítico subterráneo. Y que, sin embargo, la otra noche en Caracas adelantó en secreto a los amigos del nuevo Gobierno que también se sumará a la coalición por la libertad. O la propia relación entre las Américas, infectada por la retórica sesentera contra el yanqui opresor. Hoy en Venezuela, como en la Europa después de Hitler, Estados Unidos es sinónimo de amistad y salvación.
Entre la arenga y el sofá, el dictador encontró esta semana un hueco para reunirse con un grupo desangelado de evangélicos. «¡Oren por mí!», les ordenó. Sólo el Papa, en su ultratumba, juntó las manos. Más práctico, el consejero norteamericano de Seguridad, John Bolton, le sugirió que fuera buscando el paraíso en una playa lejos de Venezuela. Salvo que prefiera orar en Guantánamo.