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Gueorgui Gospodínov: «Para mí, la voz de Dios son los susurros de mi abuela leyéndome la Biblia»

El gran autor búlgaro publica 'El jardinero y la muerte'. Visitamos el Museo Thyssen con él para charlar sobre su pasión por el arte, las nubes, las flores, la luz y otras filias que alimentan su literatura y su humor

Gueorgui Gospodínov presenta su libro “El jardinero y la muerte”, en la Feria del Libro | Universidad de Granada

 

 

Gueorgui Gospodínov (Yambol, Bulgaria, 1968) llega al Thyssen con una americana de pana azul marino, mira a un Miró –jeje– y dice: «Me encanta ese tipo de azul, hubo un tiempo en el que el azul fue el color más caro». Hace lo mismo con el verde de la butaca de la ‘Habitación de hotel’, de Hopper: «Ese verde encierra una época». También le gusta clasificar la luz de los cuadros: «La de los años ochenta es un poco Polaroid. Y la luz de Holanda es la luz de Vermeer. Y mira esta [señalando un cuadro de Alfred Sisley], esta luz solo existió en Le Port-Marly en 1876»… Luego dirá que colecciona imágenes de nubes («son tan efímeras»), que entre sus artistas favoritos están Goya, Brueghel el Viejo, Mark Chagall y Anselm Kiefer, y frente a las figurillas de Giacometti recordará un artículo escrito hace algunos años para un museo danés: «Sé que estas formas se relacionan con la Segunda Guerra Mundial, con Auschwitz, pero mi teoría es que esta idea le vino un día, caminando por la calle al final de la tarde, cuando la luz proyecta las sombras más largas. Eso son las esculturas de Giacometti».

—¿Le inspira el arte?

—Sigo desde hace mucho el consejo que Hemingway le dio a los jóvenes escritores: escuchad música, mirad cuadros [y sonríe].

Gospodínov tiene las manos grandes, como si se dedicara a desenterrar historias, y camina como si siempre las llevara a sus espaldas. Es el gran escritor búlgaro, y el más internacional: su novela ‘Física de la tristeza’ (Fulgencio Pimentel) agotó su primera edición en solo un día, y se convirtió en la más vendida de la década en su país; con ‘Las tempestálidas’ (también en Fulgencio Pimentel) ganó el premio Booker Internacional 2023, que lo consagró más allá de sus fronteras. Su nuevo libro, ‘El jardinero y la muerte’ (en Impedimenta), lo escribió tras la muerte de su padre. «Munch fue muy importante en esta novela, en concreto su cuadro ‘La niña y la muerte’. Lo vi hace muchos años en Bremen, es un cuadro brutal. La niña está sentada en primer plano, tendrá seis, siete años. Detrás está su madre, muerta en la cama. Lo interesante es lo que hace ella, que se tapa los oídos, no los ojos. Porque sabe que si escucha que su madre está muerta lo confirmará para siempre, pero mientras no escuche…»

—’El jardinero y la muerte’ lo escribió tras el fallecimiento de su padre, casi de forma inmediata, como parte del duelo. ¿Fue una escritura terapéutica o catártica? ¿Alivió el dolor de la pérdida?

—Sí y no. La escritura es una manera de fijar el dolor, de delimitarlo, de darle forma con la esperanza de que, al convertirlo en algo definido, nos haga menos daño. Pero si hubiera escrito este libro solo como una terapia personal no hubiera necesitado publicarlo. Quería hacer algo más amplio que mi propia experiencia, quería reflexionar sobre cómo sobrellevamos la muerte, cómo acompañamos a la persona que se está yendo a la puerta, y cómo volvemos a casa. Y quería reflexionar y narrar la historia de nuestros padres, de esa generación que ya se está yendo. En el fondo, es un libro que intenta reflexionar sobre si somos capaces de entender a nuestros padres, y si una vez que los entendemos somos capaces de seguir amándoles.

—Repite varias veces que escribir, en este caso, fue una necesidad. Una imposición de la vida.

—Este no fue un libro planificado. Fue un libro escrito de urgencia, llegó a mi vida como una ambulancia que me traía una suerte de antídoto contra el dolor. En los últimos momentos de mi padre íbamos aumentando más los analgésicos, y la idea del libro era un poco esa: que fuera una anestesia para el que se queda después de la muerte del ser querido.

—Esa muerte, ¿ha cambiado su forma de ver la vida?

—La conversación entre mi padre y yo sigue fluyendo todavía. Si veo un jardín, aquí o en Sevilla, si veo una rosa, eso enseguida desencadena una serie de recuerdos y abre la puerta hacia la conversación con él. Y sí, claro que cambia: en cierta forma uno aprende cómo envejecer, cómo morir, viendo cómo lo hacen sus padres.

—«Nadie nos ha enseñado a envejecer», escribe.

—Mi padre transmitía esa dignidad: así envejeció y murió. Creo que lo había aprendido en el jardín. Y ahora creo que el jardín nos puede enseñar a todos cómo envejecer y morir dignamente, que es como mueren los cerezos. (…) En el jardín transcurre otro tipo de tiempo, es un tiempo circular. Y en las anécdotas de mi padre también el tiempo era circular, igual que en los mitos. En los jardines, en las historias y en los mitos el tiempo transcurre de forma circular, y hay en ello una esperanza muy grande.

—¿Sigue yendo a ese jardín?

—Sigo yendo, y cuando veo florecer de nuevo las rosas, los tulipanes o las campanillas blancas siento que mi padre nos ha legado una serie de palabras. Son palabras que tienen otra forma… Pero también veo que la maleza poco a poco empieza a invadir el jardín, y en eso veo una metáfora del tiempo, y a la vez me doy cuenta de que mi padre a diario luchaba contra la maleza diariamente. Donde yo veo una metáfora él veía una labor cotidiana.

—Lo describe como un gran contador de historias. ¿Hasta qué punto la tradición oral ha sido importante en su formación como escritor?

—Le debo muchísimo a esa tradición oral que él llevaba. Si me he convertido en escritor es en gran medida gracias a las historias que escuchaba. Noto que en mi forma de contar historias están sus herramientas… Algo que hacía muy bien era mezclar en sus historias lo trivial, lo cotidiano, lo antimonumental, y de repente hacer de todo ello algo sublime.

—¿Cómo de fuerte es la tradición oral en Bulgaria?

—Para mí es lo más interesante de la narrativa búlgara. Por ejemplo: mi abuela narraba historias como si hubiera leído a Borges o a García Márquez, pero ella no pasó de la educación primaria y ni sospechaba de la existencia de Borges o García Márquez. Si he de decir cuáles son los tres autores que más me han influenciado en mi escritura, diré a tres autores que en búlgaro empiezan por ‘B’: mi abuela, Borges y mi padre.

—¿No sintió pudor al escribir ‘El jardinero y la muerte’? Hay mucha intimidad expuesta…

—Yo siempre he creído que la literatura permite una intimidad a la que no nos atreveríamos en persona. La literatura nos da valor, coraje, ánimo… Hay cosas que te atreves a escribir y que no podrías verbalizar delante de un amigo. Cosas que solo puedes contarle a tus lectores. Además, por paradójico que parezca, la vulnerabilidad extrema puede servir de escudo. Porque tu vulnerabilidad despierta la vulnerabilidad del otro que te observa o que te lee.

—Además de su abuela, Borges y su padre, ¿quiénes le han influenciado?

—Otra cosa que empieza por ‘B’: la Biblia. Concretamente la Biblia que escuchaba de niño, cuando mi abuela me la leía a susurros y a escondidas, porque el régimen no lo permitía. Yo tenía siete años.

—¿No se podía leer la Biblia?

—No se podía decir abiertamente que leías la Biblia ni se te podía ver visitando una iglesia, tampoco. A fin de cuentas, el régimen comunista y Dios no se llevaban bien. Así que mi abuela tenía la Biblia envuelta en el periódico oficial del Partido, y nos la leía por las tardes. Y cuando tienes siete años y escuchas todas esas historias en susurros… Para mí esa es la voz de Dios. Sin haber sido yo nunca una persona religiosa… Así que sí, en esa lista también estaría la Biblia y Brodsky [y ríe]. Y mucha poesía, claro. Dylan Thomas, T.S. Eliot, Auden…

—Empezó en la poesía, aunque triunfó con su prosa. ¿Se considera poeta antes que nada?

—No lo declaro abiertamente, pero sí: secretamente me considero poeta. Aunque es más fácil ir por la vida diciendo que eres escritor. Porque decir «soy poeta» suena demasiado pretencioso [y vuelve a reír]. Por cierto, cuando escribo poesía escribo a mano. Y este es el primer libro de prosa que escribo a mano. Porque hay algo aquí que conecta con la poesía, una especie de pensamiento mágico escrito a modo de plegaria: que mi padre no sufra tanto, que mi padre no sienta un dolor tan intenso…

—Su literatura está llena de pequeñas anécdotas.

—Yo creo que solo se pueden contar las grandes historias a través de lo pequeño y lo personal. Lo visible es la puerta a lo invisible, a los grandes relatos. El hombre es la medida de todo; todo cabe en el hombre. También me gusta mucho contar historias sobre las cosas perecederas, esas que no van a durar mucho tiempo. Y la persona es parte de lo perecedero… Para los grandes temas están los monumentos.

—¿Qué otros recuerdos conserva del régimen?

—Recuerdo que mi abuela nos llevó a mi hermano y a mí a que nos bautizaran a escondidas, a escondidas incluso de mis padres. Luego nos llevó a una pastelería y allí nos dijo: ahora esto no se lo podéis contar a nadie, ni a mamá ni a papá, es nuestro secreto. Y yo le decía: pero abuela, si el pope acaba de decir que no debemos mentir, cómo le vamos a mentir a mamá y a papá [sonríe]. Esa es la parte cómica del socialismo. Te enseñaba ese tipo de esquizofrenia.

—¿Qué huella le dejó el socialismo?

—Estoy viajando muchísimo, más incluso de lo que debería, quizás. Pero es que durante el régimen estaba prohibido viajar: creo que ahora viajo de más para compensarlo. Y es una forma de viajar muy peculiar. Ahora, en Madrid, pienso en qué pensarían mis padres si estuvieran aquí conmigo. Y hago lo mismo con mis abuelos. Yo miro a través de los ojos de dos generaciones que no pudieron viajar. Y en cierto modo les tengo que contar esos viajes que hago y que ellos no pudieron hacer.

 

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