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Guerra

Convengamos que nunca fue difícil pasar por facha. De hecho, durante la época en que la socialdemocracia impuso su asfixiante hegemonía intelectual, se convirtió en un mérito inverso, en la confirmación de que uno causaba los enfados adecuados y todavía evitaba ser capturado por los programadores de mentes. Esto, de acuerdo con una lógica pendular y en plena guerra cultural, ha terminado por definir un sentido resistente de pertenencia muy parecido al de los «indeseables» señalados como tales en los Estados Unidos por los mandarines liberales y por el cotarro de Washington.

La estrategia electoral de Sánchez ha colocado la frontera más allá de la cual todo el mundo es facha de un modo tal que nos encontraríamos con que la mitad de España -la eterna mitad sobrante- está compuesta por alimañas fascistas que ansían traer una oscuridad mordoriana para sabotear a un hacedor de derechos y felicidades en multicolor. Como quiera que Sánchez se está legitimando en las tumbas y mediante las predisposiciones culturales heredadas de la Guerra Civil, resulta que la invitación cursada a su electorado es a que vea a esa otra mitad española como a un enemigo literal, bélico, el antagonista de una guerra reabierta que por fin se puede ganar. Algo más propio del discurso radical podemita que alude a los fusilamientos higiénicos que quedaron pendientes y contradictorio con el espíritu conciliador del comunismo de la Transición al que el libro de Federico reconoce el servicio prestado e incluso con el encargo hecho a las siguientes generaciones de convivir en paz por un Azaña ya derrotado. También aquí, como en el regreso de los nacionalismos europeos y de los tipos que añoran cascos de combate, se aprecia que la vacuna de los millones de muertos perdió su efecto.

Se me dirá que la reanudación de la Guerra Civil y la recuperación del espíritu miliciano por parte de un partido institucional constituye sólo un exceso de retórica electoral sin consecuencias. Pero jugar con las convenciones de la reconciliación como sólo lo hacían las pandillas gamberras de extramuros es una temeridad que pone en riesgo todo. Cuando Sánchez gane las elecciones, cuando además esté acuciado como presidente por unos socios comunistas que admiten estar mentalmente en los años 30 –«arderéis como en el 36»-, Sánchez se encontrará con que convirtió a medio Parlamento y a media sociedad en sus enemigos personales, en los de la democracia, en unos sujetos cuya liquidación es una deuda histórica.

 

 

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