Guillermo A. Cochez – Maduro y Ortega: dictadores espurios y delincuentes
Nuestra América, con una indolencia que raya en los límites del no me importa observa, como si no fuera con ellos, la tragedia de los hermanos de Nicaragua y Venezuela que cada día se asemeja más a lo que durante 60 años ha padecido el pueblo cubano. Son regímenes espurios y delincuentes cuya existencia nos afectan negativamente a todos. Son tóxicos para el continente entero. Pregunten a Colombia por los millones de refugiados que les llegan de Venezuela y a Costa Rica por la invasión de nicas que diariamente huyen de su país.
¿Qué significa espurio?, palabra que poco usamos. Es algo “falso, ilegítimo, no auténtico”. Delincuente sería “aquel que comete delitos, que realiza acciones contrarias a lo que establece la ley y el derecho”.
Espurios y delincuentes, sería la mejor descripción para estos dos dictadores mequetrefes de América Latina que han sumido a sus pueblos en la más grande violación de los derechos humanos, la mayor situación de pobreza para su población y un inimaginable saqueo de los recursos públicos, combinado con los estragos del narcotráfico y la minería, abierta e ilegal.
Lo que más duele es que todavía haya naciones hermanas que ignoran lo que ocurre en esos países, olvidados en medio de tanta miseria y destrucción. Actualmente, Nicaragua y Venezuela le dan cobijo en su territorio a grupos subversivos colombianos e iraníes, involucrados con el chavismo en el negocio de la droga.
Nicolás Alejando Maduro Moros, nació en Colombia, y por lo tanto no podía presidir Venezuela. Asumió la primera magistratura de ese país el 10 de enero de 2013, en reemplazo de quien había ganado las elecciones el año anterior, Hugo Chávez Frías, estando muerto, como posteriormente se demostró. El denunciar ese hecho ante la Organización de Estados Americanos (OEA), el 16 de enero del 2013, costó mi destitución por Ricardo Martinelli como embajador de Panamá ante ese organismo hemisférico.
Lo espurio de Maduro tiene varias raíces. La peor: fue escogido por Castro para terminar el sueño de Chávez de convertir a Venezuela en una colonia de La Habana.
La historia de Daniel Ortega Saavedra tiene ribetes espurios parecidos. Establecida en la Constitución de Nicaragua la expresa prohibición de la reelección, mediante sentencia en el 2012 de los suplentes (ni siquiera de los magistrados titulares) de “su” Corte Suprema de Justicia, alegremente Ortega cambió el mandamiento constitucional para que pudiera reelegirse indefinidamente como lo hizo Evo Morales, en Bolivia. Peor aún, está impidiendo, como lo demuestran los hechos, que ningún candidato opositor participe en la contienda presidencial de noviembre de este año. Contrario a lo que piensan algunos, el modelo de Ortega es el que está copiando Maduro, pues ya fue ensayado en la década de 1990 por La Habana en Managua.
Es un manual de traiciones, de sueños vendidos a las masas que sabían de antemano que iban a traicionar. La traición comienza por casa y así es como Ortega ha perseguido, torturado y encarcelado a sus compañeros de lucha del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Aquellos que se unieron alrededor de Ortega para derrocar a Somoza, lo repudian al haber salido peor que el sangriento dictador.
La época de Maduro y Ortega tiene que acabar pronto. Sus días deben estarse contando en algún reloj que mide los tiempos y las estaciones. Ambos, cuales escorias de la humanidad, han desvalijado tanto las esperanzas de su pueblo que su fin es tan inminente como la marcha de la vida. Sus propios seguidores, ansían el cambio profundo del permanente robo que esas dictaduras están cometiendo contra sus pueblos.
Maduro, para poder subsistir en el poder, apoyado por la delincuencia interna y por los capos del narcotráfico y regímenes autoritarios como China, Irán, Rusia y Turquía, a cambio de recursos naturales, ha destruido el tejido social y económico de Venezuela.
Ortega, que gobierna el segundo país más pobre de América -superado solo por Haití- a través de su familia, sus hijos y esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, dilapidó, sin rendir cuentas a nadie, más de $5,000 millones que Chávez regaló a ese país.
América no puede ser ajena a esas tragedias. Ya no caben las medias tintas de un México, ahora con López Obrador, que argumente una sospechosa histórica neutralidad, como tampoco la hipócrita distancia que marca frente al problema Alberto Fernández, de Argentina. La violación de los derechos humanos no tiene fronteras, menos la generalizada corrupción demostrada en esas dictaduras y su vinculación con el narcotráfico. No actuar con decisión y guardar silencio frente a Nicaragua y Venezuela equivale a ser cómplices de regímenes espurios y delincuentes. Dictaduras como esas son tóxicas para el resto de países del continente.