Guy Sorman: China, el imperio de la mentira
«El brutal giro demográfico del año del conejo no es, como en todos los demás países, el resultado de un comportamiento natural, sino la consecuencia del delirio de poder del Partido»
El año nuevo, denominado del conejo, coincide con un vuelco histórico en la epopeya china: la población está disminuyendo e India es ahora el país más poblado del mundo. Se esperaba este cambio demográfico, pero está ocurriendo más deprisa de lo previsto. La absurda política del Partido Comunista Chino es la causa. Desde que tomó el poder en 1949, el Partido ha querido controlarlo todo, incluida la vida íntima de las parejas. Esto en sí mismo es indignante, pero, lo que es aún peor, el Partido ha ido cambiando de opinión sobre el tema, aplicando sus sucesivos caprichos por medio de la coacción. Al principio, Mao fomentó la natalidad, ya muy elevada en este país rural. Consideraba que el poder de China se medía por su población; era mejor tener muchos hijos. Mao sacrificó al menos un millón en 1950, en la Guerra de Corea, y unos cuarenta millones por las hambrunas resultantes de la colectivización de las tierras.
Cuando Deng Xiaoping le sucedió en 1979, se produjo un cambio radical en el Partido. La población, hasta entonces percibida como un activo, pasó a ser considerada una carga. Deng creía en la productividad de los individuos en una economía racional, no en el número. En todas partes del mundo, los nacimientos disminuyen espontáneamente a medida que la economía se moderniza, se escolariza a los hijos y la mortalidad infantil disminuye; es una ley demográfica universal. Pero, en China, el Partido inventa una realidad alternativa; Deng prohibió a los padres chinos tener más de un hijo. El aparato de propaganda del Partido se desplegó a este efecto. Mucho peor, se creó una policía especial para perseguir a los delincuentes. Esta policía tenía todos los derechos, entraba en las casas para contar a los niños y obligaba a abortar a las mujeres embarazadas que ya tenían un hijo; un horror del que escapaban los ricos que aceptaban pagar una multa.
Esta violencia frenó el crecimiento de la población, pero con consecuencias que el Partido no había previsto: los padres que preferían a los niños asesinaban a las niñas al nacer. Este infanticidio masivo explica por qué China tiene hoy ocho mujeres por cada diez hombres, lo que dificulta el matrimonio por falta de cónyuges y alimenta la violencia.
Otra consecuencia dramática: tradicionalmente, los hijos cuidaban de sus padres ancianos en una sociedad conservadora, donde las pensiones son insignificantes. Pero por falta de un número suficiente de hijos, los padres ancianos son abandonados a su miseria. Basta con ir a cualquier pueblo del oeste de China para descubrir esta miseria de los campesinos ancianos y los trabajadores jubilados que han vuelto a su lugar de nacimiento, como ordena la ley.
Luego vino Xi Jinping y dio un nuevo giro: el Partido ha ordenado que a partir de ahora hay que tener al menos dos hijos. Incluso concede bonificaciones a los padres obedientes. Lamentablemente, o por suerte, las parejas hacen lo que les da la gana. En el país, ahora urbanizado, los padres se han acostumbrado a tener un solo hijo o ninguno; las viviendas son pequeñas, los colegios buenos son caros y la verdadera medicina está fuera del alcance de las clases media y pobre. Por lo tanto, el brutal giro demográfico del año del conejo no es, como en todos los demás países, el resultado de un comportamiento natural, sino la consecuencia del delirio de poder del Partido. Además del abandono de los ancianos, los matrimonios imposibles y la desaparición de la vida familiar, el envejecimiento generalizado de la población, por falta de renovación, debilita la productividad de China; la mano de obra comienza a fallar, lo que penaliza la producción, eleva los salarios y genera inflación.
China, que tanto se ha beneficiado de la globalización gracias a sus bajos salarios y su notable capacidad para la organización industrial, ahora compite y es superada por vecinos que tienen más mano de obra, como Vietnam, Filipinas o India. La economía china aún no ha logrado compensar esta pérdida de mano de obra con innovaciones científicas, como han hecho Corea del Sur o Taiwán.
Añadamos que las inversiones extranjeras, que han desempeñado un papel absolutamente decisivo en el despegue de China, le están dando la espalda, no solo por los salarios, sino por la inseguridad jurídica y política acrecentada por el emperador Xi Jinping. Por lo tanto, el año del conejo ha tenido un mal comienzo para los chinos, pero también para Occidente, porque nuestros destinos están ligados. En Europa y Estados Unidos las fábricas fallan si China no las abastece; se necesitarán varios años antes de que se reconstituyan las cadenas de suministro, que ya no pasarán por ella.
Tememos también los delirios de grandeza del actual emperador: desde hace diez años atiza los sentimientos nacionalistas agresivos, que no existían antes de él. Sus repetidas amenazas contra Taiwán, incluido el éxito económico y la democracia, le resultan intolerables, y pueden desembocar en cualquier momento en un conflicto armado, una Ucrania asiática. Se dice, en círculos diplomáticos y entre los sinólogos, que Xi Jinping no es tan demente como Vladímir Putin. Pero, ¿qué sabemos nosotros? No lo sabemos. Lo peor nunca es seguro, pero es mejor prepararse.