Guy Sorman: China prisionera
«Los dirigentes chinos han aprendido la lección: para perpetuar su poder, siempre deben inspirar miedo»
LAS revueltas populares, espontáneas, sin líderes y sin ideología concreta que actualmente salpican China, no tienen nada específicamente chino: ilustran los límites y los excesos de cualquier régimen autoritario en todas las civilizaciones. Podemos clasificar estos límites según algunos principios universales que hoy se aplican a China, pero que ayer se aplicaban a los regímenes fascistas o a la Unión Soviética.
El primero de estos principios exige no reconocer nunca los errores. En China, como en cualquier tiranía, la oposición no existe, por definición: el líder siempre tiene razón, o el Partido no puede equivocarse. Estas dictaduras son teológicas, del orden de lo sagrado. Ayer, el dogma exigía la supresión de la propiedad privada, el destierro de toda religión y la supresión de las culturas minoritarias. Ahora, en China, lo que el líder eleva al rango de verdad revelada, y por lo tanto, indiscutible e irreversible, es la política sanitaria. Xi Jinping no puede admitir su error; al contrario, solo puede reiterar su afirmación y su ejecución. Sin embargo, la política de cero covid, además de la ira popular que suscita y la recesión económica que provoca, no puede tener éxito: cuanto menos se vacune a los chinos (con una vacuna ineficaz, pero china), cuanto más aislados estén, más debilitada estará la gente por la falta de anticuerpos que resistan al virus. La cero covid solo puede perpetuar indefinidamente la covid. Al prohibir la crítica y la autocrítica, el régimen se convierte claramente en prisionero de su incoherencia, hasta rayar en lo absurdo. Sin salida. O prolonga su estrategia, que debilitará a China durante varios años, hasta que la enfermedad se vuelva endémica y tolerable, como una fuerte gripe, o abandona esta estrategia y la enfermedad hará estragos en el país, ya que casi nadie está protegido. En esta fase, no vemos una vía intermedia, lo que condena a los chinos a más confinamientos aún, a más rebeliones y, en definitiva, a más represión.
Esto recalca un segundo principio común a todos los regímenes totalitarios: el miedo es su fundamento. Con demasiada frecuencia, en Occidente queremos creer que los chinos se adhieren al régimen comunista porque les aporta cierta prosperidad. Desde luego, esto hace que la tiranía sea soportable. Pero el maoísmo, que propagaba la miseria y a veces el hambre, visto desde Occidente, nos parecía igual de popular. Por tanto, la clave del poder del Partido Comunista no es el progreso económico, sino sencillamente el miedo; un régimen totalitario que no inspire miedo desaparece. Cuando en la URSS, a partir de 1986, Gorbachov, el Ejército y la KGB dejaron de dar miedo, el pueblo se levantó y el sistema se hundió instantáneamente. Los dirigentes chinos, que han analizado hasta el más mínimo detalle la caída del comunismo en Europa, han aprendido la lección: para perpetuar su poder, siempre deben inspirar miedo. Incluso intensificarlo mediante un control cada vez más férreo de la población. El confinamiento contra el Covid, las técnicas de reconocimiento facial, el encarcelamiento de musulmanes en campos de trabajo, perfeccionan el terror: todos saben que están siendo vigilados, que cualquier desviación puede ser castigada.
¿El fracaso seguro de la estrategia Covid cero, el estancamiento económico que provoca y las rebeliones populares incitarán a Xi Jinping a ‘reformar’, a relajar la presión? Seguramente no. Los líderes chinos también han aprendido de la caída de la URSS que cualquier reforma sería vista como una admisión de debilidad. Tocqueville, en su época, escribió a propósito de la Revolución Francesa que un régimen autoritario nunca es tan frágil como cuando se propone reformarse. Esto era válido para la monarquía absoluta, era válido para la Rusia de Gorbachov, y sería válido para Xi Jinping si admitiera sus errores. Se me objetará que su antecesor Deng Xiaoping, en 1979, devolvió la tierra a los campesinos y autorizó empresas privadas. Pero Deng tenía, junto a Mao Zedong, la legitimidad del fundador de la República Popular, que no tiene Xi Jinping. Recordemos de todos modos los límites del reformismo de Deng Xiaoping en su tiempo; cuando los estudiantes de Pekín, en junio de 1989, exigieron democracia, fueron aplastados en la plaza de Tiananmén por el Ejército a las órdenes de Deng.
Xi Jinping es solo un ‘apparatchik’ a merced de una revolución de palacio dentro del Partido Comunista; este escenario es probable y una posible salida al callejón sin salida del Covid cero. Posible y probable si las rebeliones populares se generalizan. Por el contrario, los escenarios menos concebibles son los de una liberalización progresiva del régimen o los de una revolución. Porque los regímenes totalitarios nunca cambian. Caen de repente, podridos desde dentro por las rencillas entre jefes. O porque pierden una guerra, lo que podría ocurrir en China después de un desembarco fallido en Taiwán. ¿Una revolución? Es impensable, ya que los miembros de la oposición son controlados, encarcelados o asesinados, como Liu Xiaobo, ganador del Nobel de la Paz, en 2017.
No me aventuraré a esbozar la perspectiva a largo plazo de la crisis de la covid y el fracaso de la política de cero covid. Pero a corto plazo, es seguro que la represión contra los levantamientos locales será aún más dura; el Partido Comunista Chino no tolera el desorden. Además, el pueblo chino tiene un gran miedo al desorden, porque les recuerda las terribles guerras civiles del siglo XX; estas, con su cortejo de masacres, solo cesaron con el final de la Revolución Cultural en 1972. No hay duda de que Xi Jinping explotará este miedo a la anarquía. En este asunto, le apoyará la mayoría.