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Guy Sorman: El ‘pedrosanchismo’

«Mantenerse en el poder a toda costa es negar la naturaleza misma de la democracia o querer transformarla en otra cosa que hoy en día se llama democracia iliberal: se gana una vez y uno ya no se marcha»

El Partido Socialista y el jefe de Gobierno saliente han perdido las elecciones. Eso es indiscutible. Por mucho que se manipulen las cifras, los votantes han castigado al Gobierno: han rechazado su gestión. Es verdad que nadie ha ganado realmente, pero en democracia lo que cuenta es si se aprueba o se rechaza la gestión. La de Pedro Sánchez ha sido rechazada.

Lo asombroso es que el presidente en funciones se niegue a tomar conciencia de ello. En lugar de comportarse como un demócrata ejemplar, prefiere aferrarse al poder, cueste lo que cueste. Esto es negar la esencia misma de la democracia. Porque, como explicaba el filósofo británico Karl Popper, lo que caracteriza a la democracia no es la capacidad de elegir a los mejores dirigentes, sino la certeza de deshacerse de ellos en una fecha fija, al final de su mandato. Por tanto, mantenerse en el poder a toda costa es negar la naturaleza misma de la democracia o querer transformarla en otra cosa que hoy en día se llama democracia iliberal: se gana una vez y uno ya no se marcha.

Este afán de aferrarse al poder no es exclusivo de España, sino que es una patología que afecta a muchas democracias y que, en este caso concreto, llamaremos ‘pedrosanchismo’. ‘Pedrosanchismo’ significa no saber hacer otra cosa en la vida que no sea política. La vida es ejercer el poder o nada. Pero, ¿por qué el poder? ¿Y para quién? ¿Por qué no está claro, ya que nadie puede definir la ideología, el programa o las convicciones que caracterizan al ‘pedrosanchismo’? ¿Para qué el poder? Desde luego no para el pueblo, que no lo quiere, sino para ellos mismos y sus camaradas.

Si bien el ‘pedrosanchismo’ es español, no es exclusivamente español. En el conjunto de nuestras democracias occidentales, los candidatos a los más altos cargos del Estado no suelen tener más experiencia que la de haber hecho política. Si tuvieran alguna idea, se sabría y se diría. Los programas de antaño han sido sustituidos por proclamas o frases lo suficientemente cortas como para aparecer en las redes sociales.

No es que sienta una nostalgia especial por el pasado, que produjo tantos dictadores sanguinarios. Me limito a constatar la incompetencia generalizada, la falta de convicción y la ausencia de programa. A veces se dice que los ciudadanos se alejan del voto, sobre todo los más jóvenes. Es comprensible: hay que tener mérito para ir a votar, porque no se sabe a quién se vota ni por qué. Lo que está en juego en unas elecciones no es tanto transformar la sociedad o preservarla como asignar a tal o cual candidato tal o cual puesto más o menos cómodo y remunerado. El hecho de que la política se haya convertido en un trabajo como cualquier otro explica el éxito de los extremos, ya sean de derechas o de izquierdas. Sus programas pueden parecernos excesivos o detestables, pero son programas.

No quisiera parecer un moralista pesimista. A pesar de la mediocridad del personal político de nuestras democracias, estas son mejores que cualquier despotismo y cometen menos errores. En tiempos de crisis, como estamos viendo en Ucrania, se encuentran espontáneamente del lado del bien y no del lado del crimen. Pero, ¿no se trata de una felicidad temporal? ¿No deberíamos preocuparnos por el antimodelo que representa el Gobierno húngaro, que se enorgullece de su antiliberalismo? Lo mismo puede decirse del Gobierno polaco. El posible regreso de Donald Trump pone la piel de gallina, por lo imprevisible que resulta el personaje. ¿Podrán nuestras democracias mal gestionadas hacer frente a las ambiciones de Putin o de China? Por supuesto, lo esperamos, pero no podemos estar seguros. Hasta ahora, los Pedros Sánchez de España y de otros lugares no se han enfrentado a ninguna crisis importante. Es verdad que la inmigración incontrolada es un problema. Y desde luego, no nos gustaría que volviera la Covid. Y también es cierto que hay corrupción, aunque no se hable mucho de ella. Pero hasta ahora, nuestros Pedros Sánchez no han tenido que plantar cara a ninguna crisis de verdad, ya sea una crisis económica comparable a la de la década de 1930, o la amenaza de una guerra civil, o una amenaza internacional de primera magnitud, o la irrupción de un islamismo armado procedente de África con apoyo ruso, o cualquier cosa que pueda considerarse una crisis grave. Así que mi temor no es el ‘pedrosanchismo’ por sí mismo, sino una repentina e imprevisible confrontación del ‘pedrosanchismo’ con un reto mayor ante el cual, por su falta de cultura y convicción, sea incapaz de dar la talla.

¿Cómo elevar el nivel de cualificación de la clase política? El filósofo Friedrich Hayek, que reflexionaba sobre esta cuestión hace unos cincuenta años, planteaba que nadie pudiera ser elector antes de los 40 años y que nadie pudiera presentarse a unas elecciones sin haber demostrado sus capacidades intelectuales o profesionales. Hayek sabía que esto era una utopía, pero al menos nos hacía centrarnos en la cuestión del reclutamiento de las élites. Como no existe ninguna solución a priori para garantizar la calidad de este reclutamiento, debemos mirar hacia el pasado y constatar que las élites nunca surgen antes de las crisis, sino gracias a ellas y mientras tienen lugar. Churchill, De Gaulle y Franklin Roosevelt son buenos ejemplos de ello en el siglo pasado. Fueron las crisis las que los dieron a conocer porque, antes de las crisis, los mediocres estaban enfrascados en el ‘pedrosanchismo’. Así que no tengo una solución. Nadie la tiene. Lo único que espero es que Pedro Sánchez, al que no conozco y que desde luego no es peor hombre que nadie, sepa que no es más que la representación del ‘pedrosanchismo’. Pedro Sánchez es un hombre de nuestro tiempo. Hemos visto cosas mejores, pero también peores.

 

 

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