Guy Sorman: ¿Es China nuestra enemiga?
Se atribuye a Napoleón una profecía que sin duda nunca pronunció, pero es creíble: «Cuando China despierte, el mundo temblará». China ha despertado y Occidente tiembla igual que temblaba, hasta 1991, ante la Unión Soviética. Ya no hay reuniones en la cumbre, el G-7 o la OTAN, sin que se mencione este miedo a China. ¿Necesita Occidente un enemigo común para unirse? En parte, sí. Sin la amenaza soviética, no existiría una defensa común, pero a pesar de los patéticos esfuerzos de Putin, sus invasiones de Georgia o Ucrania solo asustan a sus vecinos inmediatos.
La amenaza china, si es que existe, no tiene nada que ver con lo que fue la Unión Soviética. La ambición soviética era ilimitada, un proyecto de conquista militar e ideológica al que no detenía ninguna frontera geográfica o cultural. Esta no es la ambición de China: desde la desaparición de Mao Zedong y el maoísmo, el modelo chino solo se aplica a los chinos. El Gobierno chino no ambiciona conquistar Europa ni atraernos al ‘socialismo con características chinas’ que solo vale para los chinos. Por tanto, me parece que el conflicto con China se exagera por parte de quienes quieren debatir, o por ignorancia.
Lo más probable, salvo un error estratégico garrafal de Washington y Pekín, no será el enfrentamiento, sino lo que Henry Kissinger denomina «coevolución» de Occidente y China, en la que cada uno persigue sus intereses particulares en su civilización singular sin dar lugar a un conflicto que sería tan asesino como inútil. Para que esta convivencia sea relativamente pacífica, debemos ver el mundo con ojos chinos. Hace unos años, el primer ministro chino me dijo: «Imagine que una flota de guerra china patrulla constantemente el Mediterráneo y la costa de California, ¿cómo reaccionaría?». De hecho, la flota estadounidense y, recientemente, un submarino francés, rodean y vigilan constantemente las costas chinas. Ahora bien, desde hace siglos, los chinos temen el asedio.
Visto desde China, el país está rodeado de adversarios en potencia: la Rusia rival en Siberia, Japón, Corea del Sur, Vietnam, India, Malasia y Tailandia. Cualquier acercamiento entre Estados Unidos y uno de estos países vecinos se vive como un cerco que se cierra, de ahí las escaramuzas en las fronteras con India, Rusia y Vietnam; sólo queda Corea del Norte, la marioneta de Pekín, para hacer retroceder al dragón occidental y sus aliados asiáticos. Si los occidentales estuviéramos rodeados de esta manera, sin duda reaccionaríamos como los chinos.
Otro rasgo chino que debe incorporarse a nuestro razonamiento es la obsesión por la unidad. Todos los gobiernos chinos, desde hace veinte siglos, han estado obsesionados con esta unidad, conseguida inicialmente por el primer emperador Qin Shi Huangdi, cuyo mausoleo se encuentra en Xian. Esta concepción de la unidad es la opuesta de la de Occidente, donde la civilización, el lenguaje, la religión y los Estados no se superponen; en el mejor de los casos, coexisten pacíficamente.
Para los emperadores de China, la unidad exige un gobierno único, y la erosión de las diferencias lingüísticas, étnicas y religiosas. Desde Mao Zedong, China casi lo ha logrado, imponiendo el mandarín para todos, el culto al Partido Comunista y la fusión étnica por medio de la cohabitación y la violencia a los últimos musulmanes, tibetanos y hongkoneses que resisten. Todavía queda Taiwán, más difícil de tragar, pero Mao y Deng Xiaoping declararon que no tenían prisa. Su arma es la paciencia.
¿Por qué la unidad a cualquier precio? Para evitar las guerras civiles que asolaron China durante veinte siglos y facilitaron en el XIX la colonización occidental y japonesa. Que así sea. Si comprendemos el razonamiento, aunque no lo compartamos, podemos preguntarnos cuáles son los límites de China. La versión de los gobernantes chinos tiene sus raíces en la historia y la civilización: todos los pueblos que, en un momento dado, se incorporaron al imperio chino, están destinados a volver a él, como Tíbet, Hong Kong y Taiwán. Aquellos que alguna vez se reconocieron a sí mismos como vasallos del Emperador -Corea, Vietnam- desean mostrar a Pekín el mayor respeto. Una vez más, debemos tomar nota de esta visión imperial sin aprobarla.
Curiosamente, implica que el Partido Comunista, aunque sea revolucionario, es al mismo tiempo el guardián de dos mil años de tradición imperial. ¿Comparte el pueblo chino esta pretensión del Partido Comunista Chino? No lo sabemos, porque los chinos no votan. Mi hipótesis es que el Partido no es amado, pero es respetado por haber aportado paz interior y, en segundo lugar, una relativa prosperidad. El presidente Xi Jinping intenta añadir una tercera razón para apoyar al Partido: el orgullo nacional.
Por último, y este es el corolario de lo anterior, los líderes chinos no se adaptan bien a un orden mundial que no han construido y que sigue dominado por Estados Unidos. Los pocos estrategas autorizados a hablar en simposios y revistas especializadas imaginan de buen grado un mundo bipolar, con los estadounidenses gobernando Occidente y los chinos gobernando Oriente. Europa ocupa un lugar secundario en este razonamiento, excepto como subordinada de Estados Unidos, y Japón molesta, ya que no encaja en ninguna categoría. ¿Y la guerra? Los líderes chinos no la quieren, porque el buen funcionamiento del mercado mundial es la base de su prosperidad e implica la desaparición, a largo plazo, de la inmensa pobreza que reina en el oeste del país. La guerra, por otra parte, sería un juego de suma cero, sin ganador.
Si nuestro análisis rápido es más o menos exacto, ¿cómo puede Occidente abordar sus relaciones con China? Antes que nada, hay que admitir que los chinos no son como nosotros, lo que no necesariamente los convierte en adversarios. Después, hay que comprender que cualquier gesto procedente de China se inscribe en la amplia estrategia que se describe aquí. Por último, debemos seguir siendo nosotros mismos, afirmando nuestro compromiso con los derechos humanos y la democracia, porque nada es más ineficaz en nuestra relación con China que la renuncia y el servilismo. Los chinos respetan a quienes les respetan y se respetan.