Guy Sorman: Inmigración, afrodisiaco de la política
Resulta gratificante que la Eurocámara haya reiterado que se trata de un reto para el continente y propuesto soluciones, más bien teóricas, pero que tienen la ventaja de ser colectivas
A juzgar por los debates públicos que tienen lugar en el Parlamento Europeo y en los foros políticos nacionales, cabría pensar que los europeos no tienen una preocupación más acuciante que la de hacer frente a la inmigración. Si escuchamos estos discursos, los inmigrantes ilegales (por no atrevernos a decir musulmanes) amenazan con sustituir a nuestras poblaciones civilizadas por otras que no comparten nuestra cultura. Pero los distintos sondeos de que disponemos sobre el tema revelan una distorsión espectacular entre lo que dicen los políticos y lo que verdaderamente preocupa a los ciudadanos. Estos sitúan en lo más alto de su lista de inquietudes inmediatas su poder adquisitivo, la subida de los precios de la energía, la electricidad y la gasolina, el miedo a la inflación y su seguridad. Luego está el miedo al calentamiento global, que no entendemos si es evitable o inevitable. El miedo a la inmigración le sigue muy al final. Esta contradicción entre la opinión pública tal como puede medirse y el relato político no es del todo sorprendente: como los políticos ya no tienen mucho que decir desde que el liberalismo se impuso como único modelo de política económica, y como nadie cuestiona la democracia, los profesionales de la retórica tienen que inventar temas que movilicen a la gente, a ser posible aterradores. La inmigración cumple esta función de afrodisíaco sustituto de la realidad.
Si nos atenemos a las cifras, la inmigración no es tan masiva como nos quieren hacer creer la información en los medios y el griterío político. Cada año, alrededor de un millón y medio de inmigrantes solicitan asilo en Europa, una cifra pequeña comparada con la población de nuestro continente. Además, estos inmigrantes exentos de visado no se dirigen a todos los países de Europa, sino que se concentran en aquellos en los que pueden encontrar trabajo sin tropezar con un odio especial por parte de la población local. Sus destinos prioritarios son Reino Unido, Escandinavia y Alemania. Francia, España y, en menor medida, Italia, les siguen en segundo lugar. En Italia, por ejemplo, la primera ministra Giorgia Meloni subcontrata la protección de las fronteras y la interceptación de inmigrantes a dictadores indecentes como los presidentes de Egipto y Túnez. Esto dice mucho acerca del apego de esta apasionada de la extrema derecha italiana hacia los valores europeos – la democracia y los derechos humanos– que dice representar. Lo cual confirma también, y como he dicho antes, el contraste entre la realidad percibida y la explotación política que se puede hacer de ella. A modo de recordatorio, mencionaré que, durante la guerra siria, los dirigentes alemanes, liderados por Angela Merkel, anunciaron desde el principio que acogerían a todos los sirios que desearan establecerse en Alemania. Un millón de ellos viven y trabajan ahora en e país germano, respetando las leyes y sin plantear problemas concretos a la población local. No representan una carga especial para los sistemas de protección social; al contrario, como sucede con la mayoría de los inmigrantes, su principal objetivo es trabajar y educar a sus hijos. De este modo, contribuyen a equilibrar los sistemas de pensiones y de protección social en nuestra Europa envejecida, donde la población autóctona ya no puede cubrir sus necesidades de mano de obra en la construcción, los hospitales y las fábricas, ni financiar su futura jubilación o su salud actual mediante sus cotizaciones a la seguridad social.
Sin embargo, no se puede negar que la inmigración es un problema europeo, ya que una vez que han entrado en cualquier país de Europa, los inmigrantes se desplazan sin demasiadas dificultades hasta llegar a su destino final. Por tanto, resulta gratificante que el Parlamento Europeo haya reiterado no hace mucho que se trata de un reto para todo el continente y haya propuesto soluciones, más bien teóricas, pero que tienen la ventaja de ser colectivas. Estas soluciones, conviene recordarlo, consistirían en repartir la carga de la inmigración clandestina, suponiendo que sea una carga, entre todos los Estados miembros, lo que contribuiría a organizar una acogida decente de los inmigrantes sin papeles. Pero es poco probable que se respete este acuerdo, que ya está esbozado, puesto que algunos países de Europa del Este en particular, que no acogen a ningún inmigrante, ya han hecho saber que no aplicarán la norma común; no entienden por qué tienen que pagar por los futuros trabajadores que irán a trabajar a otro país que no es el suyo. El Parlamento británico acaba de adoptar otra solución especialmente insensata, que consiste en enviar a Ruanda a los solicitantes de asilo a la espera de que se examine la validez de su solicitud. Los beneficios económicos para Ruanda son evidentes, pero cuesta ver de qué manera este enfoque, tan complejo desde el punto de vista logístico que resultaría imposible llevarlo a la práctica, va a disuadir a un afgano o a un eritreo de emprender el camino hacia Gran Bretaña, Alemania o España, aunque tenga que correr riesgos que pueden resultar letales. Si pudiéramos ceñirnos a la realidad y alejar a los políticos de su droga favorita, no creo que fuera imposible presentar propuestas concretas, como las que circulan en los círculos económicos liberales desde hace años.
La primera propuesta es que Europa necesita a estos inmigrantes que son trabajadores jóvenes y vienen a nuestro continente ciertamente para escapar de la pobreza y de las dictaduras, pero aún más para conseguir una vida digna. Saben que esta vida digna para ellos y sus familias se consigue a base de trabajo: un inmigrante ilegal ocioso es algo raro de ver. Y una segunda observación, reiterada por economistas y sociólogos, es que, más que abandonar su civilización de origen, a los inmigrantes les gustaría ir y venir entre su país de origen y el país donde encontrarán trabajo. El estatuto de temporero en los sectores de la agricultura y la construcción se adapta perfectamente a las necesidades de los países europeos y se corresponde exactamente con las aspiraciones de los inmigrantes en cuestión. Por tanto, habría que restablecer más visados temporales para facilitar este movimiento y legalizarlo. Este estatuto satisfaría tanto al país de origen como al de acogida; es una solución humanitaria que evitaría la ruptura familiar.
En la escuela económica liberal, donde el tema de la inmigración se estudia desde hace mucho tiempo, otra solución muy conocida, ya mencionada en este periódico, consiste en vender visados de trabajo, considerando que entrar y trabajar en un país es una inversión para el trabajador inmigrante; convendría que el candidato hiciera alguna aportación inicial. Esta contribución beneficiará al país de acogida y a los inmigrantes, que evitarán peligrosos viajes a través de mares y desiertos. Nadie en el país de acogida podría impugnar la legalidad de estos visados de pago.
Estas soluciones prácticas evitarían las deplorables escenas de familias que perecen en las travesías marítimas y la explotación de la miseria de los inmigrantes por parte de los traficantes. Podríamos prescindir de la protección ilusoria de las fronteras, del encarcelamiento temporal, de la violencia policial inútil y de los discursos movilizadores. Evidentemente, estas soluciones son demasiado realistas para satisfacer a los demagogos en busca de discursos extravagantes. Obligarían a los políticos a buscar una retórica alternativa acorde con la verdad. Pero ¿cómo convencer a un drogadicto de que renuncie a sus afrodisíacos? Eso no lo sé.