Guy Sorman: La verdadera y la falsa indignación
No niego que la indignación sea noble y sus motivos, a veces, legítimos. Pero ¿por qué diablos nos indignamos siempre contra los mismos? O sea, simplificando, contra la democracia liberal y, más concretamente, contra el liberalismo económico
Sin duda se habrán percatado de que la gente, al menos cuando hay más de tres personas juntas, tiende a quejarse por todo y a no alegrarse de nada. ¿Es la indignación la forma más común de esta expresión popular? Recuerdo haber asistido al teatro de los indignados en la Puerta del Sol de Madrid en mayo de 2011. La multitud de curiosos que gravitaba en torno a lo que desde entonces se conoce como 15-M era casi tan numerosa como la de los actores. Por otra parte, resultaba difícil distinguir unos de otros, todos unidos por la misma indignación. ¿Indignación contra qué y contra quién? Los manifestantes se habían inspirado inicialmente en un breve ensayo escrito por un diplomático francés jubilado, Stéphane Hessel, titulado ‘¡Indignaos!’. Este texto de 30 páginas, publicado por una editorial desconocida y que costaba solo un euro, tuvo un éxito inesperado y enorme. Primero en Francia, pero aún más su traducción al español. ‘¡Indignaos!’, exhortaba Hessel, contra todo, contra cualquiera y contra cualquier cosa. Lo importante, según el autor, era la indignación en sí, que consideraba el más noble de los sentimientos y una especie de higiene intelectual.
Si se lee entre líneas este pequeño panfleto, queda claro que Hessel tenía razones muy personales y sesgadas para sentirse indignado, en concreto contra la derecha liberal y, de manera obsesiva, contra Israel, en nombre de la defensa de los palestinos, aun cuando él mismo era de origen judío alemán… Pero el libro es más recordado por su título y su mandato. Hubo indignación en toda España, y en los meses siguientes, aunque con menos intensidad, en París, en la plaza de la Bastilla, y en Nueva York, en Wall Street.
Si recopilo mis recuerdos y mi documentación, el principal motivo de indignación de los madrileños que participaron en el 15-M era, según ellos, el deplorable funcionamiento de la democracia española. Lamentaban la alternancia entre dos partidos y solo dos partidos. Denunciaban, con cierta legitimidad, la corrupción política. Consideraban que, desde la crisis financiera de 2008, el crecimiento económico ya no era lo que era. En resumen, se trataba de reinventar, a través del noble sentimiento de la indignación, la democracia y la economía; qué gran aspiración. Pero más allá de los gestos y los discursos, que no siempre eran coherentes, muy pronto se vio que los indignados no proponían nada que funcionara, y menos aún una forma alternativa de democracia, a no ser que nos remontemos a la Atenas clásica, donde el debate se circunscribía a una pequeña ciudad y a unos pocos aristócratas de buena cuna, con la excepción de las mujeres y los esclavos.
Así que no niego que la indignación sea noble y sus motivos, a veces, legítimos. Pero ¿por qué diablos nos indignamos siempre contra los mismos? O sea, simplificando, contra la democracia liberal y, más concretamente, contra el liberalismo económico. Debería existir, aunque no la conozco, una palabra simétrica y opuesta a la indignación, un término que llevara a manifestarse a favor y no en contra. Habría que inventar un neologismo que nos llevara a alegrarnos de los fabulosos avances conseguidos por la humanidad en las últimas décadas, a pesar de los inevitables contratiempos, vacilaciones e idas y venidas de la historia. Así que tenemos que imaginar que nos indignamos a la inversa, reivindicando lo bueno en lugar de lo peor. Podríamos señalar, por ejemplo, que desde 1980, para abarcar una generación, la riqueza de los europeos se ha triplicado, en gran parte como consecuencia del acceso a la propiedad y los planes de pensiones. Esto no había ocurrido nunca en la historia de la humanidad. Es un milagro que no es tal, porque se explica por la innovación, el talento empresarial, la calidad de la ejecución y el comercio internacional.
Si seguimos indignándonos a la inversa, también deberíamos alegrarnos de que la igualdad haya avanzado enormemente durante este mismo periodo. Y tanto que sí. A este respecto, podemos remitirnos al trabajo estadístico del economista sueco Daniel Waldenström, autor del libro de próxima aparición ‘Plus riches et plus égaux’ (Más ricos y más iguales), que, por supuesto, es lo contrario de lo que solemos oír y que popularizó el economista posmarxista francés Thomas Piketty. Escribió un ‘bestseller’, ‘El capital en el siglo XXI’ para demostrar que el liberalismo conducía necesariamente a la desigualdad. Las cifras y los hechos son totalmente incorrectos. En cuanto a las cifras, los ingresos no han dejado de reducirse, si no nos centramos en un puñado de superricos que ya no tienen realmente nacionalidad y cuyas hazañas eclipsan el panorama general de la economía contemporánea. Los hechos son aún más significativos que las cifras. Si consideramos los estilos de vida actuales de una persona rica y de un miembro de la clase media, o incluso de una persona relativamente pobre, hay que reconocer que todos ellos tienen acceso más o menos a los mismos bienes y servicios: alimentación abundante, educación, salud, seguridad, ocio, viajes y comunicación universal, posible gracias a internet. Un internet que es tan libre como el aire que respiramos, y que, en 1980, acababa de nacer. En tiempos pasados, un aristócrata rico vivía prácticamente en un planeta distinto de aquel en el que bregaban duramente el obrero y el labrador. Su esperanza de vida no era la misma, mientras que hoy, esta esperanza de vida, que resume todos los bienes a los que tenemos acceso, se ha convertido más o menos en la misma para todos.
Sí, hay que indignarse. Pero indignarse contra los indignados, los que no ven nada ni quieren aprender nada; la santa ignorancia es su credo. La semana pasada en este periódico, en una columna que dediqué al mal uso del término genocidio, ya me indignaba porque los indignados solo se indignan contra los israelíes en Gaza, cuando hay tantas otras buenas razones para indignarse: a favor de los uigures, de los sudaneses, de los venezolanos, de los ucranianos. Apenas oigo a quienes se indignan contra Netanyahu dedicar una milésima parte de su oprobio a Putin, que es infinitamente más criminal. En el fondo, la indignación, contrariamente a lo que escribía Hessel y a lo que pretendían expresar los manifestantes del 15-M, en 2011 y hoy, es una forma de hipocresía intelectual y política aderezada con una salsa afrodisíaca; un cóctel de ignorancia pura, mala fe y de negarse a ver la realidad. La realidad es la combinación relativamente afortunada, fruto de una larga selección por parte de la Historia, de la democracia tal como es y que no necesita ser reinventada cada mañana, y la economía de mercado tal como es, con todos sus defectos; esto es lo que ha cambiado la vida y lo que exigiría que nos indignáramos contra los indignados.