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Guy Sorman: ¿Para qué sirven los economistas?

«Seguimos abrumados por las previsiones de los economistas, sobre todo de los que aparecen en los medios de comunicación o tienen cargos políticos, que nos anuncian en tono perentorio la tasa de crecimiento para 2024. Esta es una de las especialidades del FMI que, al margen de este azaroso profetismo, está buscando la menor utilidad»

Cuando estudiaba Económicas en París, en la década de 1960, y de nuevo en California en la década de 1980, mis profesores coincidían al menos en un principio: «Los economistas no pueden predecir». En el mejor de los casos, logran explicar el pasado, pero no siempre; la gran crisis mundial de 1930 aún suscita controversias entre quienes consideran responsable a los Estados (demasiado dinero emitido, demasiadas fronteras cerradas, demasiados monopolios públicos) y quienes acusan a los empresarios (demasiada producción inútil, salarios demasiado bajos). Cuando en 2008 estalló la burbuja financiera que sumió al mundo en la recesión, la Reina de Inglaterra, por lo general poco locuaz, preguntó a sus ministros: «¿Entonces para qué sirven los economistas?».

No sabemos la respuesta que le dieron. El presidente Harry Truman, en la década de 1950, observó, en la misma línea, que cada vez que consultaba a un economista, este le respondía «por un lado» (en inglés, ‘on one hand’) y «por otro lado» (‘on the other hand’). Truman lamentaba que los economistas no tuvieran tres manos.

A pesar de este gravoso pasado seguimos abrumados por las previsiones de los economistas, sobre todo de los que aparecen en los medios de comunicación o tienen cargos políticos, que nos anuncian en tono perentorio la tasa de crecimiento para el próximo año. Esta es una de las especialidades del Fondo Monetario Internacional (FMI) que, al margen de este azaroso profetismo, está buscando la menor utilidad. Multiplicar los anuncios también es una especialidad de Christine Lagarde, que dirige el Banco Europeo sin haber sido nunca banquera. En tiempos de recesión calla y en tiempos de crecimiento reclama el beneficio. Ya lo hacía cuando dirigía el FMI; el profetismo permite hacer carrera, porque nadie se acuerda de los anuncios pasados.

Evidentemente, la dificultad de predecir se debe a la naturaleza del futuro, por definición impredecible. ¿Quién podría haber previsto la pandemia de covid-19? ¿Quién podría haber previsto la guerra de Ucrania, que ha trastocado por completo todos los circuitos de la producción y el comercio, así como la estructura de precios de la agricultura y la energía? En esta serie a la vez macabra y cómica de profetas de mala calidad, un economista francés, Thomas Piketty, se hizo famoso en todo el mundo con un gran libro de inspiración marxista donde explicaba que, bajo el imperio del capitalismo, los ricos se hacían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Sin embargo, este mismo autor admitía en unas pocas líneas en mil páginas, que lamentablemente sus proyecciones revolucionarias se habían visto distorsionadas por hechos lamentables como guerras e innovaciones técnicas. De modo que en teoría había acertado en todo, aunque la historia le desmintió.

Bueno, yo no llegaría a la conclusión de que los economistas no sirven para nada. Hay algunos muy útiles que nos explican qué no hay que hacer. Milton Friedman, por ejemplo, demostró en 1960 que la creación excesiva de dinero por parte de los Estados y los bancos centrales, para supuestamente ‘estimular’ una economía aletargada, conducía inevitablemente al alza de los precios, a la interrupción de las inversiones y al empobrecimiento de los más pobres. Esto es exactamente lo que estamos presenciando actualmente como resultado de los’estímulos’ que se multiplican desde 2008. También debemos rendir homenaje al economista austriaco Joseph Schumpeter, autor de la fórmula «destrucción creativa». Observó que la locomotora de la economía es la innovación técnica combinada con la iniciativa empresarial capitalista; lo viejo sustituye a lo nuevo y hay que aceptarlo si se quiere crecer. La situación actual le da la razón, el pasado también.

La innovación científica y técnica es, en efecto, la locomotora de todo crecimiento, desde las yuntas de bueyes para compensar la falta de mano de obra tras la peste negra del siglo XIII, hasta la reciente creación de la inteligencia artificial y la generalización del teletrabajo. Ningún economista había previsto estas innovaciones, pero son las que están cambiando el mundo y la naturaleza misma del trabajo.

Si los buenos economistas buscaran en el lugar adecuado, primero deberían contabilizar las patentes innovadoras presentadas en el mundo, depositadas en Estados Unidos, Europa y Japón; las llamadas patentes triádicas frente a las patentes nacionales. Resulta que Estados Unidos -sí- sigue liderando la carrera, seguido de Japón, Alemania, Suiza y Francia. China está muy por detrás, India también.

Por lo tanto, la geografía de las patentes y su aplicación en un marco capitalista dibujan el mapa económico del mundo del mañana y la mejora de nuestro nivel de vida como consecuencia de ello. El papel esencial de los Estados es mantener este marco estable y predecible, o incluso compensar los efectos sociales indeseables del cambio técnico. Nada más. Todo el arte de las ciencias humanas exige, por tanto, mirar en el lugar adecuado. El arte de la política, por desgracia, lleva a desviar esa mirada hacia las modas.

 

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