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Guy Sorman: ¿Qué presidente del mundo?

El presidente de Estados Unidos, sea quien sea, seguirá siendo el presidente del mundo durante años

Los votantes de Estados Unidos se preparan para elegir a su futuro presidente. Pero ese presidente será también nuestro presidente, porque la Casa Blanca sigue siendo el centro del poder para el conjunto del mundo occidental y más allá. Esa es la paradoja de la gran potencia. Su Gobierno tiene, tendrá y seguirá teniendo en el futuro una influencia decisiva en nuestro destino, aunque los electores europeos no tengamos nada que decir en estas elecciones inminentes.

La paradoja es todavía más inquietante porque el presidente de los Estados Unidos de América tiene en realidad más poder como líder del mundo libre que el que tiene verdaderamente en su propio país. En virtud de la Constitución de Estados Unidos, el presidente estadounidense está rodeado por todas partes de innumerables contrapoderes: el poder de la Justicia, el de los medios de comunicación y el de los estados federados. Y tal vez el más discreto e influyente de estos contrapoderes sea el Ejército estadounidense. En efecto, hay pocos ejemplos en la historia de Estados Unidos en los que el inquilino del Despacho Oval haya comprometido su potencia militar sin el acuerdo previo, por tácito que sea, de su Estado Mayor. Recordemos que en la época en la que Donald Trump era presidente (e inquietaba a todo el mundo), este Estado Mayor dio a entender que el presidente por sí solo no podía desatar el fuego nuclear a menos que el Ejército estuviera de acuerdo. Y, sin embargo, en la reivindicativa campaña electoral que enfrenta a Kamala Harris con Donald Trump, en la que se intercambian bastantes más insultos que programas, apenas se mencionan los asuntos internacionales; se apela sobre todo a las pasiones, los miedos y los intereses materiales de los votantes locales.

Estas son las reglas del juego, que no reflejan en absoluto lo que será la realidad: una vez elegido, el presidente de Estados Unidos sólo tendrá poder de iniciativa, podrá influir en los asuntos internos, pero no tomar decisiones sobre cuestiones clave. Es lo que se conoce como «poder del púlpito», es decir, el poder de dirigirse a la nación e interpelar a quienes realmente tienen capacidad legal para tomar decisiones: los miembros del Congreso, los gobernadores de los estados y el Tribunal Supremo.

En cambio, en el plano internacional, el presidente de Estados Unidos dispone de un margen de maniobra mucho mayor. Es el amo supremo de la diplomacia y, en cierto modo, de la paz y de la guerra, aunque ciertamente bajo el control, como hemos dicho del Senado, el Ejército y la opinión pública. Pero en caso de peligro inmediato, como en tiempos de guerra, el presidente es el único con poder de decisión.

En definitiva, la elección entre Donald Trump y Kamala Harris no cambiará realmente el destino del estadounidense medio: la vida cotidiana en Estados Unidos está mucho más influida por los Gobiernos locales que por el poder de Washington, lejano e impotente para gestionar la economía, el empleo o la seguridad de las ciudades.

Paradójicamente, el destino de los habitantes de Kiev y Taipéi está mucho más en juego en estas próximas elecciones que el de los de Chicago o Miami. Si resulta elegido Donald Trump, personaje imprevisible donde los haya, es probable que se reaviven las ambiciones imperiales de China y Rusia. El Partido Republicano moldeado por Trump se ha vuelto profundamente aislacionista, bastante indiferente hacia el destino de Europa y aún más hacia el de la democracia en todo el mundo. Kamala Harris, en cambio, seguramente seguirá la línea trazada por Joe Biden: la de la intervención sin remordimientos, en todas partes, en nombre de la democracia, pero también de los intereses de Occidente. Y sea cual sea el resultado, podemos prever que al menos un país seguirá estando protegido por el paraguas militar estadounidense: Israel. Israel goza de un apoyo inquebrantable en Estados Unidos, no tanto por parte de la población judía, modesta en número, sino de la masa de protestantes evangélicos, verdadera punta de lanza de un sionismo aún más místico que estratégico.

Estas elecciones no solo determinarán el destino de los países en primera línea –Ucrania, Israel o Taiwán–, sino también el nuestro, en Europa. Si Trump es elegido, está claro que la OTAN se debilitará y que los europeos tendrán que invertir mucho más en su defensa común. Y Trump, por imprevisible que sea, es sensible a los intereses económicos de Estados Unidos, lo que podría llevarle a frenar las importaciones procedentes de Europa y a debilitar el dólar. Esto no nos hará mucho bien. Pero no dramaticemos: podemos estar tranquilos porque ambos candidatos, en nombre de los intereses de Estados Unidos pero también de los nuestros, protegerán las líneas de comunicación internacionales, en particular las rutas marítimas, que son una de las condiciones para el buen funcionamiento de la economía mundial.

Teniendo en cuenta todos estos supuestos, no nos corresponde a nosotros desear la victoria de uno u otro ya que, lamentablemente, no tenemos ni derecho de voto ni la más mínima incidencia política en Estados Unidos. Tampoco debemos exagerar los efectos del resultado. Tanto para los ciudadanos de Estados Unidos como para los del resto del mundo, esta elección sólo tendrá alguna influencia marginalLos dictadores y sus secuaces preferirán a Donald Trump, los demócratas preferirán a Kamala Harris, pero en cualquier caso, el presidente de Estados Unidos, sea quien sea, seguirá siendo el presidente del mundo durante años. De momento, la potencia estadounidense, ya sea en ciencia, en economía, en estrategia o en lo militar, tiene adversarios. Pero todavía no tiene rivales de su nivel; así son las cosas, y no veo ninguna razón de peso para quejarnos. Si hace falta un amo del mundo para mantener un nivel mínimo de orden, prefiero sin duda que esté en Washington antes que en Pekín o en Moscú.

 

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