Guy Sorman: Tormentas sobre la democracia
Al fin y al cabo, todos los estadounidenses son accionistas, y sus carteras de acciones constituyen la base de sus pensiones
Existe una cierta tendencia en la izquierda, en todas las naciones, a gritar el fin de la democracia en cuanto la derecha está en el poder. Esta es la situación en Estados Unidos en este momento. Y como vivo allí, me preguntan constantemente por el fin de la democracia en Estados Unidos. Pero la vida cotidiana en Estados Unidos, cuando se vive allí, no se parece realmente a la imagen que se tiene si sólo se lee la prensa extranjera o si, como la mayoría de los periodistas, se obtiene la mayor parte de la información del ‘New York Times’, que es un excelente diario pero que está claramente sesgado hacia los demócratas, es decir, hacia la izquierda. Lo cierto es que si vives en una ciudad pequeña, como es mi caso en el día a día, la vida no ha cambiado tanto desde que Donald Trump fue elegido presidente y una mayoría republicana fue elegida para el Congreso. En su época, y esto sigue siendo cierto, el presidente Lyndon Johnson observó que la vida política en Estados Unidos era siempre local: «toda la política es local», dijo. Esto sigue siendo así en este vasto Estado federal donde las normas de la sociedad vienen dictadas más por las elecciones locales que por lo que ocurre en Washington. Washington está lejos. Y en cierto modo, lo que allí se decide afecta al resto del mundo más que a los propios Estados Unidos. Por lo que a mí respecta, no ha habido ningún cambio significativo en la vida cotidiana, ni en las escuelas, ni en el sistema sanitario, ni en la gestión de las infraestructuras, ni en la Policía. Todo esto lo deciden a nivel local los representantes electos locales. La elección de un alcalde o de un ‘sheriff’ moviliza las pasiones mucho más que la elección del presidente de Estados Unidos.
Mientras el mundo entero puede estar pendiente de cada palabra de Donald Trump, como le gusta sorprendernos, la pequeña ciudad de Kent donde vivo está lejos de seguir el día a día de los cambios de humor de este caprichoso presidente y su igualmente extravagante séquito. La personalidad de Elon Musk entusiasma a la gente de Madrid, París o Londres, pero no tanto en Kent. Los verdaderos entusiastas de la política apenas están empezando a movilizarse de cara a las próximas elecciones nacionales, dentro de dieciocho meses, que bien podrían ver cómo la mayoría se inclina hacia el bando demócrata opuesto a Donald Trump, que se vería entonces privado de la mayoría de sus poderes, con la excepción del militar, que es privilegio del presidente.
Entonces, ¿cuáles son las razones por las que hay tantos temores de que la democracia esté desapareciendo en Estados Unidos? Los comentaristas y políticos de izquierdas están preocupados por dos obsesiones de la administración Trump. La primera se refiere a la inmigración. Trump prometió deportar a los inmigrantes ilegales: eso es lo que está haciendo. No se le puede culpar por cumplir sus promesas. Curiosamente, si nos fijamos en las cifras, la media de deportaciones es ahora más baja de lo que era bajo Joe Biden y Barack Obama. La principal diferencia radica en la puesta en escena y el uso de medios militares para llevar a cabo estas deportaciones. Sin embargo, es preocupante que, a diferencia de sus predecesores, a Trump no le preocupen demasiado las limitaciones legales. En principio, un inmigrante, por ilegal que sea, o incluso condenado por un tribunal de justicia, solo puede ser deportado tras comparecer ante un juez; este proceso legal se elude ahora con frecuencia. Se trata de un ataque a la ley y a la separación de poderes entre el Ejecutivo y el Judicial, que es la base de la democracia, en Estados Unidos como en cualquier otro lugar. Esa indiferencia hacia el poder de los jueces es, sin duda, la principal y más preocupante novedad del régimen de Trump. ¿Hasta dónde llegará? Lo sabremos cuando el Tribunal Supremo se haya pronunciado sobre un litigio en el que se acusa al Gobierno de no respetar la Constitución, y si por casualidad el presidente se niega a aplicar una decisión del Tribunal Supremo. Sí, entonces podríamos preocuparnos por un golpe de Estado y preocuparnos para siempre por la democracia. Aún no hemos llegado a ese punto; por el momento, ese desprecio de la Constitución sigue siendo una hipótesis. Personalmente, no creo que Trump se enfrente al Tribunal Supremo, una institución casi sagrada. Si le contradice, intentará enmendar la Constitución de la forma que le convenga, pero nunca lo conseguirá porque el proceso es muy largo y complicado.
La otra obsesión de Donald Trump, después de la inmigración, es una lucha un tanto excesiva contra la práctica de la discriminación positiva, conocida como «diversidad». Desde hace unos treinta años, las administraciones federales, las universidades y las grandes empresas se han acostumbrado a dar cabida a las minorías culturales, étnicas y sexuales para lograr una mayor igualdad allí donde reinaba espontáneamente la discriminación. Estas prácticas de diversidad e inclusión no se rigen por la ley, sino más bien por exigencias morales, o incluso por el interés superior de las empresas. Al reclutar minorías, atraen a nuevos consumidores de esas mismas minorías. Desde el punto de vista de Donald Trump y su entorno, se trata de restaurar la meritocracia. Pero si seguimos a los defensores de la diversidad y a la izquierda en general, este elogio de la meritocracia se parece para muchos a una restauración del racismo arcaico y a una veneración desenfrenada de la evidente superioridad del «hombre blanco». En efecto, es la exaltación del hombre blanco y su venganza contra el feminismo lo que estaba en el corazón del éxito de Donald Trump y lo que sigue estando. Las activistas del movimiento ‘Me Too’ no tenían ni idea de hasta qué punto se estaban preparando para el regreso de Donald Trump y del virilismo que dice encarnar. ¿Significa esto que se cuestiona la democracia? No. Se trata más bien de una guerra cultural que afecta a todo Occidente.
No por paradójico, sino porque así funcionan los Estados Unidos, me parece que el final definitivo de este culebrón de Trump y compañía no lo decidirán las próximas elecciones, sino la evolución de la economía. En estos días, a los habitantes de Kent les interesa más el disparado precio de los huevos y la subida generalizada de los precios de consumo que la restauración de la meritocracia y la caza de transexuales. En Kent, la bolsa también es un tema de conversación candente. Al fin y al cabo, todos los estadounidenses son accionistas, y sus carteras de acciones constituyen la base de sus pensiones. Ahora, la bolsa tiende a la baja, lo que refleja la preocupación de los agentes económicos por una política paradójica basada en aranceles imprevisibles que acabará destruyendo desde dentro el poder adquisitivo de los estadounidenses. No creo que Trump destruya la democracia: no tendrá tiempo. Se destruirá a sí mismo ante todo por el absurdo de una política que perjudica a sus propios votantes por encima de todo.