Hablamos cada vez peor y otros tópicos lingüísticos falsos
No, no hay idiomas mejores que otros
¿Hay idiomas mejores que otros? ¿Podemos controlar todo lo que decimos y cómo lo decimos? ¿La lengua es un instinto? ¿Hay palabras imposibles de traducir? En su libro Don’t Believe A Word («No creas ni una palabra»), el lingüista británico y periodista de The Guardian David Shariatmadari repasa nueve ideas preconcebidas sobre la lengua. Su objetivo es, como escribe en el prólogo, usar estos mitos como excusa para ofrecer “un curso sobre la belleza y la fascinación del lenguaje”. Repasamos cuatro de los tópicos en los que el libro profundiza.
1. La lengua cada vez está peor
A pesar de los lamentos que acostumbramos a oír, Shariatmadari es tajante: “La decadencia lingüística no existe, al menos en lo que se refiere a la capacidad expresiva de la palabra escrita o hablada”.
El lingüista apunta que estas quejas han sido constantes a lo largo de la historia y cita ejemplos que se remontan varios siglos. Por ejemplo, Edward Gibbon, autor de Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano escribió en 1785: “Nuestro idioma (me refiero al inglés) está degenerando muy deprisa”.
Esta impresión de un declive continuo de nuestra forma de hablar y escribir procede del hecho de que todas las lenguas cambian y evolucionan constantemente, y gran parte de este cambio es generacional. Es decir, “los hablantes de mayor edad se dan cuenta de que las normas con las que crecieron están siendo reemplazadas por otras nuevas con las que no se sienten cómodos”. Si solo volviera la tilde de solo…
Algunas de estas quejas se refieren a la incorporación de palabras de otros idiomas, que según los puristas, contaminan el idioma. En la actualidad sospechamos sobre todo de los anglicismos, pero incorporaciones de otros idiomas las ha habido siempre. Galicismos como chófer, beige, amateur, bricolaje, restaurante, peluche y debut pasan hoy en día desapercibidos en el diccionario de la RAE.
Incluso una palabra tan española como jamón es un galicismo. Quien esté realmente preocupado por los extranjerismos, que comience a hablar de “pernil”, como hacíamos los españoles de bien hasta el siglo XVI.
2. El origen de una palabra es su verdadero significado
Shariatmadari pone el ejemplo de la palabra «diezmar«. Tanto en inglés como en castellano, se usa para hablar de los estragos que causa una guerra o una enfermedad. “Tarde o temprano alguien te dirá que, estrictamente hablando, significa matar a uno de cada diez porque viene del latín y los romanos acostumbraban a ejecutar a uno de cada diez soldados de una unidad como forma colectiva de castigo”.
Se trata de un ejemplo de falacia etimológica: “La idea de que el origen de una palabra revela su significado verdadero”, sin tener en cuenta que los significados de las palabras cambian con su uso.
Otro ejemplo reciente (y algo más político): cuando en 2005 se legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo, hubo quien insistió en que a algo así no se le podía llamar “matrimonio” porque esta palabra viene del latín mater, madre.
Según esa lógica y por poner más ejemplos del español, la palabra coche solo se debería usar para los coches de caballos, ya que viene de Kocs, ciudad húngara en la que en el siglo XV se desarrolló un nuevo tipo de suspensión que hacía más cómodo el viaje en carro. Es decir, solo deberíamos referirnos a los “coches” que van a motor como “automóviles”. Hablando de caballos, nadie puede ser un caballero si va a pie, como la propia palabra indica.
Del mismo modo, «guiri» solo se debería usar para los enemigos de los carlistas, no podríamos referirnos a la estilográfica como pluma, porque no se la hemos arrancado a ningún ganso, solo se llama chándal si nos lo ponemos para vender ajos, los hombres pueden tener patrimonio, pero no las mujeres, y si queremos un salario, tendremos que destinarlo a comprar sal.
3. Un dialecto es peor que una lengua
Shariatmadari recuerda que hasta que se impuso un modelo educativo estatal, entre otros cambios, las lenguas no tenían fronteras “duras”. Por ejemplo, era posible ir de Siena, en Italia, hasta Oporto, pasando por Santiago de Compostela, y apreciar cómo las palabras iban cambiando “de modo casi imperceptible”: buongiorno (toscano), bon-a giornà (piamontés), bonjorn (occitano), bonjour(francés), bon dia (catalán), buen diya (aragonés), buenos días (castellano), bom dia (gallego y portugués). Estas áreas de superposición, “de eslabones en una cadena”, se llaman “continuos dialectales”.
En ocasiones, recuerda Shariatmadari, la palabra “dialecto” se refiere a formas regionales de hablar que supuestamente no han llegado a ser una lengua. Él pone el ejemplo del piamontés, que cuenta con vocabulario, gramática y tradición literaria propia. La decisión de etiquetarlo como dialecto es más política que lingüística. Y al revés: “Las diferencias entre el noruego, el danés y el sueco son mucho más pequeñas que las diferencias entre muchos de los dialectos que juntamos bajo la etiqueta de chino”. Al final, como dijo el asistente a una conferencia del sociolingüista Max Weinreich, “un idioma es un dialecto con un ejército”.
Por otro lado y como explicaba la lingüista Lola Pons en Verne, todos hablamos dialecto, que es la “variedad de lengua que es compartida por una comunidad”, es decir, “la forma que tenemos de hablar una lengua”. Y añadía: “Hablamos el dialecto de nuestra zona, con los rasgos socioculturales que nos da nuestro nivel de formación, con el vocabulario jergal que posiblemente nos da la profesión concreta que ejercemos”.
4. Mi idioma es el mejor del mundo
Cada vez que alguien se empeña en hacer un ranking de lenguas, termina poniendo la suya en lo alto de la clasificación, muy por encima de otros idiomas a los que se suele calificar, por ejemplo, de primitivos, limitados o simplemente feos. Es fácil encontrar debates sobre si el inglés es una lengua más flexible que las demás o sobre si el sánscrito puede decir más cosas usando menos palabras que la mayor parte de idiomas.
Shariatmadari recuerda que estas valoraciones suelen ser “un vehículo para el sentimiento étnico o nacionalista”. Por ejemplo, cita el libro británico publicado en 1900 The Living Races of Mankind («Las razas actuales de la humanidad»), donde se aseguraba que el idioma australiano (en singular, aunque en realidad son más de 200 lenguas) “es comparativamente menos evolucionado”. Esto se podía leer como otra justificación del colonialismo.
Todas lenguas, como explica Shariatmadari, son diferentes. La gramática del alemán es más compleja que la del inglés, por ejemplo, y el mandarín tiene una mayor densidad informativa que muchos otros idiomas. Si buscamos aparentes ventajas o inconvenientes de cada lengua, los encontraremos. Pero al final todas tienen “la misma capacidad comunicativa global”. Es decir, nos ayudan a comunicarnos de forma efectiva, usando diferentes estrategias. «Todas tienen éxito a su manera”, escribe el autor. Si no fuera así, no podríamos usarlas. Y lo hacemos constantemente.