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Hacia la dictadura totalitaria (II)

Asamblea de los Soviets en Petrogrado, en 1917. (Wikimedia)

Asamblea de los Soviets en Petrogrado, en 1917. (Wikimedia)

Este es el segundo de cinco artículos en los que invitamos a los lectores de ’14ymedio’ a que recorran con mirada crítica los primeros 20 años de la Revolución rusa.

El primer paso importante de los bolcheviques para consolidar su poder fue la inmediata represión contra los medios de comunicación críticos al nuevo régimen, reinstaurando ya el 27 de octubre la censura, contra la que tanto habían argumentado y luchado los mismos bolcheviques. Mucho más importante fue, sin embargo, la creación, a través de una decisión secreta del 7 de diciembre, de una policía política con atribuciones prácticamente ilimitadas. Esta fue la famosa Comisión Extraordinaria para Combatir la Contrarrevolución y el Sabotaje, más conocida por su acrónimo como Cheka. Su dirección fue confiada a Félix Dzerzhinski, uno de los bolcheviques más antiguos y admirados y, además, con una larga experiencia personal acerca de los métodos de la policía secreta imperial, la famosa Ojrána, que ahora él mismo se encargaría no solo de recrear sino de superar con creces. La Cheka crecería de una manera extraordinaria durante los años venideros, creando además sus propios destacamentos de combate que luego se transformarían en el Ejército para la Seguridad Interior de la República que ya a mediados de 1920 contaba con unos 250 mil efectivos. De esta manera, la Cheka y sus sucesoras (la GPU, OGPU, NKVD, NKGB y KGB) se transformarían en una de las instituciones más poderosas y, sin duda, en las más temidas de la Rusia soviética.

El país estaba profundamente dividido y los bolcheviques contaban con una base social y militar lo suficientemente fuerte como para poder mantener su dictadura pero no para gobernar democráticamente

El siguiente paso decisivo hacia el régimen totalitario tendría su origen, como tantos otros pasos cruciales dados antes por los bolcheviques, en el análisis de Lenin sobre el momento político. Mientras gozaba de algunos días de reposo en la localidad finlandesa de Uusikirkko entre el 24 y el 29 de diciembre, llega a la conclusión de que es necesario radicalizar aún más el proceso, endureciendo la revolución y pasando a una política de represión abierta no solo contra las viejas élites sino también contra los elementos populares que no aceptasen la política bolchevique y la disciplina que se requería para transformar al país en, como él dice, «una gran fábrica». Lo más urgente era terminar con todo centro independiente de poder, restablecer la disciplina laboral y obligar a los campesinos a entregar trigo a las ciudades. Esto último lo lleva a decretar, el 14 de enero de 1918, el envío de destacamentos armados de requisa al campo con orden de «adoptar las medidas revolucionarias más extremas» y fusilar, sin juicio previo, a «especuladores y saboteadores».

Unos pocos días antes los bolcheviques habían cerrado el capítulo democrático de la Revolución rusa al disolver por la fuerza la Asamblea Constituyente recién reunida. La razón era simple: las elecciones de noviembre, las únicas universales y democráticas de la historia de Rusia hasta 1993, habían puesto, con toda claridad, a los bolcheviques en minoría, con un poco menos de una cuarta parte de los votos. Frente a ellos se alzaba la aplastante mayoría absoluta del Partido Socialista Revolucionario, que había recibido un apoyo compacto de los campesinos. El resultado bolchevique, por su parte, era fuerte en los grandes centros urbanos y, sobre todo, entre los soldados y marineros. El país estaba, en otras palabras, profundamente dividido y los bolcheviques contaban con una base social y militar lo suficientemente fuerte como para poder mantener su dictadura pero no para gobernar democráticamente.

Las órdenes de Lenin a sus soldados al salir del local fueron claras: una vez terminada aquella primera sesión no se les permitiría a los delegados volver a reunirse

Era, sin duda, un dilema serio, puesto que los bolcheviques habían hecho de la convocatoria a la Asamblea Constituyente su principal reivindicación desde el comienzo mismo del proceso revolucionario. Además, habían asumido el poder en octubre bajo la forma de un Gobierno revolucionario provisional a la espera de la constitución de la Asamblea. Así lo establecía la resolución del Segundo Congreso de los Soviets, redactada por el mismo Lenin. Por esto, los bolcheviques se vieron obligados a llamar a elecciones en noviembre y dejar que la Asamblea se reuniese, después de algunas postergaciones, el 5 de enero de 1918. Pero el simulacro bolchevique no pudo continuar puesto que la Asamblea no se amilanó frente a la presencia de Lenin y sus guardias armados. Las dos primeras votaciones ratificaron la correlación de fuerzas ya conocida. Los bolcheviques y sus aliados abandonaron entonces la reunión. Las órdenes de Lenin a sus soldados al salir del local fueron claras: una vez terminada aquella primera sesión no se les permitiría a los delegados volver a reunirse. Así, en la madrugada del 6 de enero, terminó la breve historia de la Asamblea Constituyente. Ahora solo quedaba la dictadura abierta.

A fines de marzo y comienzos de abril de 1918 Lenin desarrolla sus ideas sobre la necesidad de una amplia represión para mantener el poder bolchevique. De allí nace uno de sus escritos más reveladores: Las tareas inmediatas del Poder Soviético, publicado en Pravda a fines de abril. En ese largo escrito Lenin proclama abiertamente la dictadura y declara el inicio de la guerra contra amplias capas de la población en los territorios controlados por los bolcheviques. La oportunidad era propicia ya que, tal como Lenin lo dice, se había derrotado la resistencia inicial de las viejas élites y se había firmado un tratado de paz con los alemanes poniendo fin a la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial. Sus palabras respecto a la necesidad de iniciar esta «guerra interior» son contundentes. A su juicio: «Toda gran revolución, especialmente una revolución socialista, es inconcebible sin guerra interior, es decir, sin guerra civil, incluso si no existiese una guerra exterior.» Esta guerra exige, continúa diciendo Lenin, «una mano de hierro», con la cual golpear a «los elementos de descomposición de la sociedad vieja, fatalmente numerosísimos y ligados, sobre todo, a la pequeña burguesía.»

«La palabra dictadura es una gran palabra. Y las grandes palabras no pueden ser lanzadas livianamente al aire de cualquier manera»

Todo esto y mucho más era necesario según Lenin para consolidar la revolución, pero, a su juicio, el Gobierno bolchevique parecía no entenderlo, contentándose con una dictadura blandengue e inefectiva. Lenin, profundamente identificado con Robespierre (a quien se le levantará una estatua y se le dedicará una calle) y sus jacobinos, quiere que el terror sea «implacable» (la palabra favorita de Lenin) y urge a sus camaradas a adoptarlo sin demora: «La palabra dictadura es una gran palabra. Y las grandes palabras no pueden ser lanzadas livianamente al aire de cualquier manera. La dictadura es un poder férreo, de audacia y rapidez revolucionarias, implacable en la represión tanto de los explotadores como de los malhechores. Sin embargo, nuestro poder es excesivamente blando y, en infinidad de ocasiones, se parece más a la gelatina que al hierro.»

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Nota de la Redacción: Mauricio Rojas es director de la Cátedra Adam Smith de la Universidad del Desarrollo (Santiago de Chile) y Senior Fellow de la Fundación para el Progreso.

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