Hannah Arendt: Cómo la soledad alimenta el autoritarismo
Fue la observadora más aguda de los totalitarismos, cuyas raíces buscó explicar, convencida de que los regímenes podían caer, pero sus instrumentos de control tendían a sobrevivir. Arendt supo ver el papel de la ideología para aislar a los individuos y hacerlos renunciar a su libertad de pensamiento.
Lo que prepara a los hombres para el dominio totalitario en el mundo no totalitario es el hecho de que la soledad, antaño una experiencia liminal habitualmente sufrida en ciertas condiciones sociales marginales como la vejez, se ha convertido en una experiencia cotidiana.
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (1951).
“Por favor, escríbeme regularmente, si no me voy a morir aquí.” Hannah Arendt no solía empezar así las cartas a su marido, pero en la primavera de 1955 se encontró sola en un “páramo”. Tras la publicación de Los orígenes del totalitarismo, recibió una invitación para ser profesora visitante en la Universidad de California, Berkeley. No le gustaba la atmósfera intelectual. Sus colegas no tenían sentido del humor y la nube del macartismo sobrevolaba la vida social. Le dijeron que habría treinta alumnos en sus clases de licenciatura: había ciento veinte en cada una. Detestaba dar clases magistrales cada día: “Sencillamente no puedo exponerme ante el público cinco veces por semana: es decir, no salir nunca del ojo público. Es como si tuviera que ir por ahí buscándome a mí misma.” El oasis que encontró era el estibador convertido en filósofo Eric Hoffer, pero también tenía dudas sobre él: le dijo a su amigo Karl Jaspers que Hoffer era “lo mejor que puede ofrecer este país”; le dijo a su marido Heinrich Blücher que Hoffer era “muy encantador, pero no brillante”.
Los periodos de soledad no eran raros para Arendt. Desde muy pequeña, tenía una aguda percepción de ser diferente, una outsider, una paria, y a menudo prefería estar sola. Su padre murió de sífilis cuando ella tenía siete años; ella fingió toda clase de enfermedades para evitar ir al colegio y quedarse en casa; su primer marido la dejó en Berlín tras la quema del Reichstag; fue apátrida durante casi veinte años. Pero, como sabía Arendt, la soledad es parte de la condición humana. Todo el mundo se siente solo de vez en cuando.
Al escribir sobre la soledad a menudo se cae en uno de estos dos campos: la memoria excesivamente indulgente, o la medicalización racional que trata la soledad como algo que puede curarse. Los dos enfoques dejan al lector un poco frío. Uno se obsesiona con la soledad, mientras que el otro intenta librarse de ella por completo. Y esto en parte se debe a que la soledad es muy difícil de comunicar. En cuanto empezamos a hablar de soledad, transformamos una de las experiencias que se perciben de manera más profunda en un objeto de contemplación y algo sometido a la razón. El lenguaje no consigue capturar la soledad porque la soledad es un término universal que se aplica a una experiencia particular. Todo el mundo experimenta la soledad, pero lo hace de forma distinta.
Como palabra, loneliness es relativamente nueva para el idioma inglés. Uno de sus primeros usos está en la tragedia Hamlet de William Shakespeare, que se escribió en torno a 1600. Polonio ruega a Ofelia: “Lee de este libro, que mostrar ese ejercicio puede dar color a tu soledad.” (Le aconseja que lea un libro de oraciones, para que nadie sospeche de que esté sola: la connotación es no estar con los demás, en vez de cualquier sentimiento de desear estarlo.)
A lo largo del siglo XVI, a menudo se evoca a la soledad en sermones para asustar a los parroquianos y alejarlos del pecado: a la gente se le pedía que se imaginara en lugares solitarios como el infierno o una tumba. Pero bien avanzado el siglo XVII, la palabra se utilizaba pocas veces. En 1674, el naturalista inglés John Ray incluyó “soledad” en una lista de palabras de uso poco frecuente, y la definió como un término para describir lugares y personas “lejos de sus vecinos”. Un siglo más tarde, la palabra no había cambiado mucho. En el Diccionario de la lengua inglesa (1755), Samuel Johnson describió el adjetivo lonely únicamente en los términos de estar solo (el “zorro solitario”) o un lugar desierto (“rocas solitarias”), de manera similar a como Shakespeare utilizó el término en el ejemplo anterior de Hamlet.
Hasta el siglo XIX, la soledad estaba vinculada con una acción –cruzar un umbral, viajar a un lugar fuera de una ciudad– y tenía menos que ver con las emociones. Descripciones de la soledad y el abandono se utilizaban para inducir el terror de la inexistencia en los hombres, para hacer que imaginaran el aislamiento absoluto, separados del mundo y el amor de Dios. Y, en cierto modo, tiene sentido. La primera palabra negativa que dice Dios sobre su creación en la Biblia aparece en el Génesis tras hacer a Adán: “Y el señor Dios dijo: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él.”
En el siglo XIX, en la modernidad, la soledad perdió su conexión con la religión y empezó a ser asociada con los sentimientos laicos de la alienación. El uso del término empezó a aumentar bruscamente después de 1800 con la llegada de la Revolución industrial, siguió subiendo hasta los años noventa del siglo XX y se estabilizó, para ascender de nuevo en las primeras décadas del siglo XXI. La soledad tomó carácter y causa en Bartleby, el escribiente de Herman Melville (1853), en las pinturas realistas de Edward Hopper y en el poema La tierra baldía de T. S. Eliot (1922). Estaba enraizada en el paisaje social y político, se le daba un aire romántico, se poetizaba, se lamentaba.
Pero a mediados del siglo XX, Arendt se acercó a la soledad de otro modo. Para ella, era algo que podía hacerse y algo que podía experimentarse. En los años cincuenta, cuando intentaba escribir un libro sobre Karl Marx en el apogeo del macartismo, empezó a pensar en la soledad y su relación con la ideología y el terror. Arendt pensaba que la experiencia de la soledad había cambiado bajo las condiciones del totalitarismo:
Lo que prepara a los hombres para el dominio totalitario en el mundo no totalitario es el hecho de que la soledad, antaño una experiencia liminal habitualmente sufrida en ciertas condiciones sociales marginales como la vejez, se ha convertido en una experiencia cotidiana.
El totalitarismo en el poder encontró una forma de cristalizar la experiencia ocasional de la soledad en un estado permanente. A través del uso del aislamiento y el terror, los regímenes totalitarios crearon las condiciones para la soledad, y luego apelaron con propaganda ideológica a la soledad de la gente.
Antes de marcharse a dar clase en Berkeley, Arendt había publicado un ensayo sobre “Ideología y terror” (1953) que abordaba el aislamiento y la soledad (tanto en el sentido de loneliness como en el de solitude, a veces traducido como “vida solitaria”) en un Festschrift [ publicación conmemorativa] por el setenta cumpleaños de Jaspers. Este ensayo, junto a su libro Los orígenes del totalitarismo, se convirtió en la base de su muy solicitado curso en Berkeley, Totalitarismo. Se dividía en cuatro partes: la decadencia de las instituciones políticas, el crecimiento de las masas, el imperialismo y el surgimiento de partidos políticos como ideologías de grupos de interés. En su conferencia inaugural, presentó la asignatura reflexionando en torno a cómo la relación entre la teoría política y la ideología se ha vuelto dudosa en la era moderna. Argumentó que había una voluntad creciente y general de prescindir de la teoría en favor de meras opiniones e ideologías. “Muchos”, dijo, “creen que pueden dispensar de la teoría por completo, lo que por supuesto significa que solo quieren que su propia teoría, la que subyace a sus opiniones, se acepte como la verdad del evangelio”.
Arendt se refería al modo en el que la “ideología” se había empleado como deseo para divorciar el pensamiento de la acción: ideology en inglés viene del francés idéologie, y se utilizó por primera vez durante la Revolución francesa, pero no se volvió popular hasta la publicación de La ideología alemana (escrito en 1846) de Marx y Friedrich Engels y luego Ideología y utopía (1929) de Karl Mannheim, que Arendt reseñó para Die Gesellschaft en 1930.
En 1958 se añadió una versión revisada de “Ideología y terror” como nueva conclusión a la segunda edición de Los orígenes del totalitarismo.
Los orígenes del totalitarismo es una obra de seiscientas páginas dividida en tres secciones sobre el antisemitismo, el imperialismo y el totalitarismo. A medida que Arendt trabajaba en él, el texto fue cambiando para incorporar nueva información sobre Hitler y Stalin que llegaba de Europa. La conclusión inicial, publicada en 1951, giraba en torno a la idea de que, aunque los regímenes totalitarios desaparecieran, los elementos del totalitarismo permanecerían. “Las soluciones totalitarias”, escribió, “pueden sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios en forma de fuertes tentaciones que aparecerán cada vez que parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica en una manera digna de los hombres”. Cuando Arendt añadió “Ideología y terror” a Los orígenes del totalitarismo en 1958, el tenor de la obra cambió. Los elementos del totalitarismo eran numerosos, pero en la soledad encontró la esencia del gobierno totalitario, y el terreno común del terror.
¿Por qué la soledad no es obvia?
La respuesta de Arendt era: porque la soledad separa radicalmente a la gente de la conexión humana. Definió la soledad como una especie de páramo donde una persona se siente abandonada por todo lo humano y por la compañía humana, incluso cuando la rodean los demás. La palabra que utilizaba en su lengua materna para designar la soledad era Verlassenheit: un estado de ser abandonado, o de abandono. La soledad, argüía, “es una de las experiencias más radicales y desesperadas de la humanidad”, porque en la soledad somos incapaces de realizar toda nuestra capacidad para la acción como seres humanos. Cuando experimentamos la soledad, perdemos la capacidad de experimentar cualquier otra cosa; y en soledad no podemos empezar de nuevo.
Para ilustrar por qué la soledad es la esencia del totalitarismo y el terreno común del terror, Arendt distinguía la soledad del aislamiento, y soledad en sentido de loneliness, de soledad como solitude. El aislamiento, argumentaba, a veces es necesario para la actividad creativa. Incluso la mera lectura de un libro, dice, requiere cierto grado de aislamiento. Uno debe apartarse a propósito del mundo para hacer sitio a la experiencia de la soledad pero, una vez que está solo, siempre puede volver:
El aislamiento y la soledad no son lo mismo. Yo puedo estar aislado: es decir, hallarme en una situación en la que no pueda actuar porque no hay nadie que actúe conmigo, sin estar solo; y puedo estar solo: es decir, en una situación en la que yo, como persona, me siento abandonado de toda compañía humana, sin hallarme aislado.
El totalitarismo utiliza el aislamiento para privar a la gente de compañía humana, imposibilitando la acción en el mundo, y a la vez destruye el espacio para estar solo. La banda de hierro del totalitarismo, como la llamaba Arendt, destruye la capacidad humana de moverse, de actuar y de pensar, mientras enfrenta a cada individuo en este aislamiento contra los demás y contra sí mismo. El mundo se vuelve un páramo, donde no son posibles ni la experiencia ni el pensamiento.
Los movimientos totalitarios utilizan la ideología para aislar a los individuos. Aislar significa “hacer que una persona esté o permanezca sola o lejos de los demás”. Arendt dedica la primera parte de “Ideología y terror” a descomponer las “recetas de ideologías” en sus componentes básicos para mostrar cómo se hace:
Las ideologías están separadas del mundo de la experiencia vivida, e impiden la posibilidad de nuevas experiencias;
Las ideologías se ocupan de controlar y predecir la marea de la historia;
Las ideologías no explican lo que es, sino lo que ha llegado a ser;
Las ideologías dependen de procedimientos lógicos de pensamiento que están separados de la realidad;
El pensamiento ideológico insiste en una “realidad más verdadera”, oculta tras el mundo de las cosas perceptibles.
Nuestra forma de pensar en el mundo afecta a las relaciones que tenemos con los demás. Al inyectar un significado secreto en cada acontecimiento y experiencia, los movimientos ideológicos se ven forzados a cambiar la realidad de acuerdo con sus afirmaciones cuando llegan al poder. Y eso significa que uno ya no puede confiar en la realidad de sus experiencias vividas en el mundo. En vez de eso, debe aprender a desconfiar de sí mismo y de los demás, y a confiar siempre en la ideología del movimiento, que debe ser correcta.
Pero para hacer que los individuos sean susceptibles a la ideología, primero debes destruir su relación consigo mismos y con los demás haciéndolos escépticos y cínicos, de forma que ya no puedan confiar en su propio juicio:
De la misma manera que el terror, incluso en su forma pretotalitaria y simplemente tiránica, arruina todas las relaciones entre los hombres, así la autocoacción del pensamiento ideológico arruina todas las relaciones con la realidad. La preparación ha tenido éxito cuando los hombres pierden el contacto con sus semejantes tanto como con la realidad que existe en torno de ellos; porque, junto con estos contactos, los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento. El objeto ideal de la dominación solitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad empírica) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento).
La soledad organizada, engendrada a partir de la ideología, conduce al pensamiento tiránico, y destruye la capacidad que tiene un individuo para distinguir entre hechos y ficción, de hacer juicios. En soledad, uno es incapaz de llevar una conversación consigo mismo, porque la capacidad que tiene para pensar se ve en un compromiso. El pensamiento ideológico nos aparta del mundo de la experiencia vivida, mata de hambre la imaginación, niega la pluralidad y destruye el espacio entre los hombres que permite que se relacionen de formas significativas. Y una vez que el pensamiento ideológico ha arraigado, la experiencia y la realidad ya no tienen efecto sobre el pensamiento. En vez de eso, la experiencia se somete a la ideología al pensar. Por eso cuando Arendt habla de la soledad, no solo habla de experiencia afectiva de la soledad: habla de una forma de pensar. La soledad surge cuando el pensamiento está separado de la realidad, cuando el mundo común ha sido reemplazado por la tiranía de las demandas lógicas coercitivas.
Pensamos a partir de la experiencia, y cuando ya no tenemos nuevas experiencias en el mundo a partir de las cuales pensar, perdemos los criterios de pensamiento que nos guían a la hora de pensar en el mundo. Y cuando uno se somete a la autocompulsión del pensamiento ideológico, renuncia a la libertad interior de pensar. Es este sometimiento forzoso de la deducción lógica lo que “prepara a cada individuo para la tiranía en su solitario aislamiento frente a todos los demás”. El libre movimiento para pensar se ve sustituido por la corriente propulsiva y singular del pensamiento ideológico.
En uno de sus diarios, Arendt se pregunta “Gibt es ein Denken das nicht Tyrannisches ist?” (“¿Hay una forma de pensar que no sea tiránica?”). Sigue la pregunta con la afirmación de que la cuestión es evitar que te lleve la marea. ¿Qué permite a los hombres dejarse llevar? Arendt arguye que el miedo subyacente que atrae a alguien a una ideología es el miedo a la autocontradicción. Este miedo a la autocontradicción es el motivo por el que pensar es peligroso: porque pensar tiene el poder de desarraigar nuestra fe, nuestras creencias, nuestro conocimiento de nosotros mismos. Pensar puede desnudar todo lo que apreciamos, en lo que confiamos, lo que damos por sentado día a día. Pensar tiene el poder de deshacernos.
Pero la vida es caótica. Entre el caos y la incertidumbre de la existencia humana, necesitamos una sensación de lugar y sentido. Necesitamos raíces. Y las ideologías, como las sirenas en la Odisea de Homero, nos atraen. Pero quienes sucumben al canto de sirena del pensamiento ideológico deben apartarse del mundo de la experiencia vivida. Al hacerlo, no pueden confrontarse consigo mismos al pensar porque si lo hacen se arriesgan a socavar las creencias ideológicas que les han dado su concepción de propósito y lugar. Por decirlo de manera muy sencilla: la gente que se suscribe a una ideología tiene ideas, pero es incapaz de pensar por sí misma. Y esa incapacidad de pensar, de hacerse compañía a sí mismos, provoca que se sientan solos.
El argumento de Arendt sobre la soledad y el totalitarismo no es fácil de tragar, porque implica un elemento de ordinariedad en las tendencias totalitarias que apelan a la soledad: si no te satisface la realidad, si olvidas lo bueno y siempre pides algo mejor, si no estás dispuesto a enfrentarte cara a cara con el mundo tal como es, serás susceptible al pensamiento ideológico. Serás susceptible a la soledad organizada.
Cuando Arendt escribió a su marido: “Sencillamente no puedo exponerme ante el público cinco veces por semana: es decir, no salir nunca del ojo público. Es como si tuviera que ir por ahí buscándome a mí misma”, no se quejaba vanidosamente del foco. La exposición constante a una audiencia pública hacía que le resultara imposible mantener compañía consigo misma. Era incapaz de encontrar el espacio privado y reflexivo para pensar. Era incapaz de poblar su soledad.
Esa es una de las paradojas de la soledad. La soledad como solitude o vida solitaria requiere estar solo mientras que la soledad como loneliness se revela de forma más aguda en compañía de otros. Del mismo modo que dependemos del mundo público de las apariencias para obtener reconocimiento, necesitamos el dominio privado de la vida solitaria para estar solos con nosotros mismos y pensar. Y eso es lo que perdía Arendt cuando perdía el espacio para estar sola consigo misma. “Lo que torna la soledad tan insoportable”, escribía, “es la pérdida del propio yo, que puede realizarse en la vida solitaria…”.
En la vida solitaria puedes hacerte compañía a ti mismo, entablar una conversación contigo mismo. En esa soledad, no pierdes contacto con el mundo, porque el mundo de la experiencia siempre está presente en nuestros pensamientos. Por citar a Arendt (que a su vez citaba a Cicerón): “Un hombre nunca está más activo que cuando no hace nada, nunca menos solo que cuando carece de compañía. Eso es lo que el pensamiento ideológico y el pensamiento tiránico destruyen: nuestra capacidad para pensar con y para nosotros. Esa es la raíz de la soledad organizada.” ~
Samantha Rose Hill: es asistente de dirección del Hannah Arendt Center for Politics and Humanities, profesora asociada visitante en Bard y profesora asociada en el Brooklyn Institute for Social Research. En 2021 publicará una biografía de Hannah Arendt.
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Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Aeon.