Hausmann: Fútbol, el Brexit y nosotros
CAMBRIDGE – De los 24 equipos que calificaron para el campeonato de fútbol UEFA Copa de Europa de este año, sólo uno proviene de Alemania. Tres son del Reino Unido: Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte. Esto parece un tanto curioso. Después de todo, los alemanes orientales y occidentales se volvieron a unir recién en 1991, y los bávaros se unieron a los prusianos solamente en 1871, mientras que las anexiones/uniones de Irlanda, Gales y Escocia al Reino de Inglaterra se remontan a 1177, 1542 y 1707, respectivamente.
Entonces, ¿por qué los turingios, los sajones y los suabos apoyan al mismo equipo de Alemania, mientras que los ciudadanos del Reino Unido son hinchas de tantos equipos? (Escocia y Gibraltar también tienen los propios). ¿No tendrían ellos un equipo más fuerte si escogieran a los mejores jugadores para que los representaran a todos?
Supuestamente, los ciudadanos británicos comprenden esto, pero prefieren tener sus propios equipos nacionales en lugar de uno más fuerte de todo el Reino Unido —aun cuando ello signifique ser vencidos por la pequeña Islandia—. Después de todo, si solamente fuera cuestión del equipo mejor, igual se podría ser hincha del Barcelona. Para que un equipo nos represente, de algún modo tiene que ser nosotros.
Desde este punto de vista, el voto del Brexit sorprende menos. La campaña de “Permanecer” se enfocó en los beneficios económicos de quedarse en la Unión Europea y en los costos de abandonarla, algunos de los cuales se cobraron inmediatamente después de que se anunciaran los resultados: la libra esterlina se desplomó y los mercados bursátiles acabaron con un par de billones de dólares de patrimonio.
No obstante, el 52% de quienes votaron optó por un país donde no se permita que polacos ni rumanos vivan, trabajen ni compitan por un puesto en el equipo económico británico. Permitirles la entrada podría producir un equipo mejor, pero este ya no sería nuestro equipo.
Desde cierta perspectiva, se trata solamente de otro caso en que la emoción derrota a la lógica económica. Sin embargo, las emociones son los algoritmos, legados por la evolución, con los cuales tomamos la mayor parte de las decisiones, incluso las políticas; el análisis económico de costo-beneficio que no se conecta con nuestra brújula emocional, no mueve la aguja.
El meollo del asunto reside en el sentido de “nosotros”. ¿Qué significa ser miembro de la Unión Europea, Nigeria, Iraq, Turquía, Suiza o cualquier otra entidad política?
El sentido de nosotros es una subrutina del cerebro basada en el sentido del yo, el que es una de las muchas creaciones de nuestros cerebros: la sensación de ser una entidad continua que experimenta cosas, recuerda su historia, puede actuar y tiene sentimientos y metas —lo que el eminente neurocientista Antonio Damaso llama un ser autobiográfico. Nuestro cerebro también está muy consciente de la existencia de otros seres, que tienen sus propios sentimientos e intenciones, y es particularmente apto para captar lo que los demás están pensando, sintiendo y planeando.
Empleamos este mismo aparato mental para desarrollar el sentido de “nosotros”: las personas que nos importan y a quienes apoyamos. Pensamos en este “nosotros” como si fuera un individuo con autobiografía, temperamento, predisposiciones y aspiraciones. Consideramos a las empresas como personas jurídicas, y hablamos acerca de países como si fueran una persona compuesta con características claras: a los alemanes les encanta el orden, los italianos son apasionados y los británicos poseen la capacidad de permanecer impasibles. Y es evidente que el sentido de “nosotros” implica un sentido de “ellos”: aquellos cuyo bienestar consideramos menos fundamental que el propio.
De acuerdo a lo que sostiene Joshua Greene, director del Moral Cognition Lab de la Universidad de Harvard, nuestros sentimientos morales evolucionaron como soporte de la cooperación entre los humanos. Del mismo modo que la evolución nos dio el deseo sexual en lugar de argumentos racionales para asegurar la procreación, ella nos ha hecho desarrollar sentimientos de empatía, afecto, disgusto e ira para responder a comportamientos de otros. Nuestros sentimientos morales limitan el abuso del bien común por parte de individuos, lo que se expresa en el conflicto entre “yo” y “nosotros”, y al mismo tiempo mantienen la coherencia del grupo, para dar soporte a la competencia entre “nosotros” y “ellos”.
El desarrollo tecnológico y cultural ha exigido un sentido de “nosotros” cada vez más amplio. En el curso de los últimos 10.000 años, a medida que pasamos de pequeñas bandas cazadoras-recolectoras a asentamientos agrícolas, la urbanización y más allá, la red de personas con quienes debemos interactuar y cooperar se expandió, de pequeñas bandas a estados-naciones y eventualmente a una entidad como la Unión Europea.
Cuando los seres humanos vivían de la agricultura de subsistencia, su radio de interacción era reducido: no tenían necesidad de hablar unos con otros y, en consecuencia, los idiomas divergieron. Es por ello que en Camerún, un país un poco más pequeño que España, se hablan 230 idiomas. En contraste, cuando la Revolución Industrial aumentó el valor de los mercados más grandes, se crearon Italia (1861-1871) y Alemania (1870-1871) mediante la unificación de estados más pequeños sobre la base del sentimiento nacionalista y de un idioma común, los cuales, en realidad, tuvieron que ser creados.
Un sentido de “nosotros” compartido evidentemente hace que la vida sea más fácil para las entidades políticas. Si este no existe, ¿en nombre de quién estaría actuando el Estado, el que se supone debe tomar decisiones, definir y proteger los derechos, e imponer obligaciones? Si “nosotros” incluye exclusivamente, por ejemplo, a los alauitas de Siria, a los kikuyu de Kenia o al grupo étnico Han de China, todos los demás tendrán un incentivo para rebelarse.
Es claro que los países que comparten una lengua y una religión pueden desarrollar un sentido de “nosotros” con mayor facilidad que otros. Pero el mundo está lleno de estados que son muy diversos en estas dos dimensiones, en los que evoluciona un sentido de “nosotros” alternativo y que la política redefine constantemente.
En Estados Unidos, por ejemplo, el sentido de “nosotros” inicialmente incluía sólo a los anglosajones blancos protestantes, no a los irlandeses, italianos o polacos católicos ni a los judíos —y menos aún a los afroamericanos—. A través de la esfera de la política, en especial, se desarrolló un sentido de “nosotros” más inclusivo.
Frente a la ausencia de un idioma y de una religión común, el sentido de “nosotros” de la Unión Europea debe basarse en una cultura y en valores compartidos, productos de siglos de interacción. Y qué estupendo legado es este: el Renacimiento, la Ilustración, varias revoluciones industriales, ciencias y artes fantásticas, y la mayor parte de los deportes. Cabe preguntarse por qué los billetes de euro lucen motivos indistintos en lugar de figuras con atractivo universal como da Vinci, Newton, Voltaire, Rembrandt, Cervantes, Chopin o Beethoven, que representan mejor el patrimonio cultural de Europa.
El proyecto europeo tendrá éxito solamente cuando desarrolle un sentido de “nosotros” europeo tan potente que parezca bien, por ejemplo, permitir a los búlgaros vivir y trabajar en Birmingham. Cuando todos sean europeos, todos podrán vivir en el lugar de Europa que les plazca. Es posible que hasta se transformen en el equipo a batir.
♦
Ricardo Hausmann, ex Ministro de Planificación de Venezuela y ex Economista Jefe del Banco Inter-Americano de Desarrollo, es Director del Center for International Development at Harvard University y profesor de economía del Harvard Kennedy School. Además preside el Meta-Consejo sobre Crecimiento Inclusivo del Foro Económico Mundial.