Héctor Abad F.: Las medallas del país profundo
Como es una mulata de ojos claros, a la boxeadora Íngrid Valencia le dicen Zarca. Es la primera boxeadora colombiana que llega a unos Juegos Olímpicos y la primera que obtiene una medalla en el deporte de las narices chatas. Íngrid conserva la nariz respingada. Exhibe una sonrisa abierta y blanca, pero en el ring pone “cara de mala, para que me respeten”. Tiene un hijo, pero siguió entrenando incluso durante el embarazo. Viene de un pueblo remoto, Morales, en el Cauca, y vivió en un barrio de invasión en Cali.
La historia de Caterine Ibargüen es más conocida. Nacida en Apartadó en el seno de una familia víctima del conflicto armado, empieza sus saltos triples con este grito de batalla: “¡Vamos, negra!”. Mide 1.80, tiene 32 años y lleva diez saltando, antes hacia arriba y ahora en longitud. Es la primera medalla de oro en atletismo que gana Colombia. Aspira a ser “transparente, noble, limpia y sana”, y ese es el ejemplo que a todos nos da.
Óscar Figueroa es levantador de pesas y nació en Zaragoza, un pueblo minero de Antioquia. Desplazada por la violencia guerrillera y paramilitar, su familia se fue al Valle. Lesionado, despreciado por los entrenadores búlgaros, estuvo varias veces a punto de retirarse. Por suerte no lo hizo y es el primer hombre que le da a Colombia una medalla de oro en unas Olimpíadas.
La excepcional Mariana Pajón (con su compañero de BMX, Carlos Ramírez) es también la excepción de estos medallistas: no nació en lugares apartados ni en una familia de escasos recursos. Es de mi ciudad, Medellín, y es la única colombiana que ha repetido oro en dos Juegos Olímpicos. Empezó a montar en bicicleta a los tres años y a los nueve ya ganaba campeonatos, compitiendo con los hombres, porque con las niñas ganaba sobrada. La Hormiga Atómica, como le dicen, es implacable en las competencias pues no le gusta perder. Nos hace gritar de dicha y la queremos tanto.
El nombre de nuestra mejor yudoca tenía que empezar por ye de yuca: Yuri Alvear. Ver cómo estrellaba contra el suelo la espalda de una japonesa en los mundiales de Rusia, en un coliseo lleno de banderas blancas con un círculo rojo, sin tricolores colombianos, fue maravilloso. En Rio alcanzó la plata, que no es poco, pues otra japonesa se desquitó con destreza de la humillación del Mundial. También Yuri viene de la Colombia profunda, de Jamundí, y su manera de luchar es suave y gentil, como debe ser el yudo: cuando parece que la tumban, al caer es ella la que gana. Debemos hacerle una reverencia.
Los otros medallistas colombianos en estos juegos de Brasil son Yuberjen Martínez (de Turbo, hijo de un pastor al que no le gusta que su hijo les pegue a los otros) y Luis Javier Mosquera (un joven de Yumbo que puede llegar lejos) son también de esa Colombia lejana, a veces ninguneada, abandonada, discriminada, que desplegará todo su potencial cuando tengamos paz y se les den a todos los que tienen talento, sin importar su origen ni el color de su piel, una oportunidad.
Hay quienes creen que los indígenas (estoy pensando en Nairo, que hoy empieza la Vuelta a España) y los negros sirven solamente para los deportes, pero que no se destacan por su inteligencia. Ante todo, para ganar en el deporte hay que ser inteligentes. Y es puro racismo creer que los oscuros no son buenos para los juegos mentales. Este racismo ignorante atenaza a muchos mestizos y a muchos blancos. Les cuento una experiencia personal: hace cuatro años empecé en la Biblioteca de Eafit un taller de escritura literaria. Gratis y abierto a todos los que pasaran la selección inicial. El más pobre y el más negro de los integrantes de este taller resultó ser también el más talentoso, el más genial. Hoy es editor, y un escritor que ganará medallas de oro literarias. Se llama José Andrés Ardila y es del mismo lugar de Ibargüen: Apartadó. Lo único que necesita la Colombia profunda, la Colombia más pobre y más oscura de piel, es un ambiente tranquilo y una oportunidad.