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Héctor Abad Faciolince: Barcelona, Pla, Margarit

Tal vez una de las constataciones más importantes que nos da la experiencia es que la vida no es un ensayo: es la función y, si uno se equivoca, se equivocó y no hay manera de volver atrás. A lo hecho, pecho. Me gusta escribir porque puedo corregir y borrar. La vida, en cambio, no se tacha, y si uno la vive con demasiada cautela —por temor a equivocarse— se paraliza y deja de vivir.

Algo maravilloso del periodismo literario de Josep Pla es que se parece mucho a la vida: es literatura de afán que intenta atrapar la realidad al vuelo. Y casi siempre lo consigue: la velocidad de su pincelada y su capacidad de ser claro sin adornos y de captar al instante lo esencial hacen de Pla el observador ideal, el que ilumina y entiende.

La primera ciudad española que yo conocí fue Barcelona (y digo española porque en ese momento, 1979, yo me sentí en España y lo que vino después era una continuidad). Todos los jóvenes, entre ellos, hablaban español y se obstinaban en llamar esa lengua castellano, para defender algo que hoy suena muy poco catalanista: que el catalán “también” era un idioma español.

Barcelona era la ciudad más moderna y más cosmopolita de España. Allí tenían sede las grandes editoriales, las grandes revistas, allí ser gay no era pecado mortal, allí los curas no mandaban y el destape había llegado incluso antes de la muerte de Franco. En Barcelona vivía la gran literatura en español: García Márquez, Vargas Llosa, Gil de Biedma, Josep Pla, Vázquez Montalbán… Los más innovadores proyectos editoriales (Herralde, Tusquets, Acantilado) nacerían allí. Tal vez por la corte, por los curas o por la lejanía del mar, Madrid parecía más lúgubre y provinciana que Barcelona.

El jueves pasado, después de varios años, volví a Barcelona. Lo primero que hice, como siempre, fue ir a La Central de la calle Mallorca, una de las mejores librerías, no digo de Cataluña, sino del mundo, a mucho honor fundada y dirigida por un colombiano discreto: Antonio Ramírez.

Algo había cambiado en La Central, sin embargo: ahora los libros en catalán ocupan casi tanto espacio como los libros en español. Por primera vez tenían solo en catalán libros tan emblemáticos como el Cuaderno lento de Pla. Por suerte tenían todo lo otro que quería yo: decenas de títulos de Joan Margarit, bilingües, el mismo día en que este recibía su justísimo Premio Cervantes (un premio de la lengua de Castilla), y una rareza que buscaba, la selección de textos de Isaiah Berlin Sobre el nacionalismo. Ponerlo en una mesa principal, a riesgo de que lo quemaran, me pareció un acto de valor.

Después fui a ver el campamento donde tienen tiendas y fogatas los jóvenes que bloquean la Gran Vía, frente a la Universidad. Se oía sonar un himno, romántico, solemne y marcial. Por la calle todos los jóvenes hablaban catalán y si les preguntaba algo en mi lengua colonial, me contestaban también en su lengua romance, que algo intuyo, pero no entiendo. No sé si esto sea un bien o un mal. Es lo que es. Decía el gran Pla que “la primera obligación de un escritor es observar, manifestar la época en que se encuentra”.

Margarit, que escribe en ambas lenguas, dijo: “Me ahoga el castellano, aunque nunca lo odié. / Él no tiene la culpa de su fuerza / y menos todavía de mi debilidad”. Tal vez a él, gran cultor de nuestra lengua, y también a Cataluña, le haya llegado tarde este Premio Cervantes. También pienso que España debió haber hecho presidente del país, hace mucho tiempo, a un catalán.

Esta vez en Barcelona me sentí, por primera vez, en una ciudad que ya no se parecía a España ni a Europa ni a sí misma. Era como una Cataluña adolescente que no sabe bien lo que es ni lo que quiere ser, y que tampoco es consciente de que la vida —y mucho menos la historia— no es un ensayo. Este ensayo de independencia que hicieron (por falso y fraudulento que haya sido) no fue un ensayo sino un acto que dejará para siempre algo indeleble, algo que ya se hizo y no se puede borrar.

 

 

 

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