Héctor Abad Faciolince: Contra el capitalismo
Hace poco leí en los sugestivos Diarios de Iñaki Uriarte que, según Max Weber, “el gran adversario del primer capitalismo era el trabajador tradicional”, es decir, “aquel hombre que no veía la razón de trabajar toda una semana si podía subsistir con lo que ganaba en un día”. Y complementaba esta idea con otra de Bauman sobre el adversario del capitalismo actual, que sería “el consumidor tradicional”, es decir, “aquel que compra solo lo que necesita y no todo lo que le sugiere la vociferante publicidad”. Uriarte, que se niega a trabajar, que subsiste con una pequeña renta y quien sostiene que el bostezo es un síntoma de serenidad espiritual, se siente identificado con estos dos adversarios tradicionales del capitalismo.
Pensaba en estas ideas al mismo tiempo que la filósofa y ministra de Minas, Irene Vélez, defendía las tesis ecologistas del decrecimiento: “Necesitamos exigirles, en el marco de esta geopolítica global, a los otros países que comiencen a decrecer en sus modelos económicos, porque de ese decrecimiento depende que nosotros logremos un equilibrio mayor y que los impactos del cambio climático nos afecten menos”. Su propuesta fue retomada por Rodrigo Uprimny, quien invitó a crecer el debate sobre el decrecimiento. A partir de un cierto PIB per cápita, sostiene Uprimny citando a Tim Jackson, y concretamente después de US$15.000 en paridad de poder adquisitivo, los indicadores de bienestar de un país dejan de estar asociados al crecimiento.
Según el Fondo Monetario Internacional, el PIB per cápita colombiano en paridad de poder adquisitivo es de US$18.225. En este sentido, si le hacemos caso a Jackson y a la ministra Vélez, Colombia ya debería dejar de crecer. Con lo que producimos es suficiente para vivir sabroso. Si esto fuera cierto, y lo digo con más incertidumbre que ironía, muchas de las banderas del actual Gobierno carecen de sentido. ¿Aumentar el turismo internacional? Si algo producen los turistas con sus viajes aéreos, su basura, el ruido que generan, el desenfreno en el consumo de alcohol, comida y prostitución es un terrible aumento de gases de efecto invernadero. En lugar de promover el turismo lo deberíamos decrecer, limitar.
Hay consenso entre muchos estudiosos en que el decrecimiento más importante para moderar el cambio climático es congelar o reversar el crecimiento de la población. Uno de los grandes problemas humanos es nuestra manía de tener muchos hijos. Puede sonar cínico, pero no lo es: una manera práctica de que haya menos pobres es que nazcan menos pobres, pero a la izquierda siempre le han parecido despreciables las políticas de control de la natalidad. El decrecimiento de la población produce una inmediata disminución en el consumo de combustibles fósiles y de energía no renovable. Un estricto control demográfico debería ser el primero de los programas para conseguir el decrecimiento en producción y consumo de bienes que contribuyen al desastre climático. No me parece, sin embargo, que este esté entre las prioridades del Gobierno. Más que exigirle a Europa (que se acerca al crecimiento de población cero e incluso al decrecimiento) que decrezca, en el sentido demográfico la deberíamos imitar.
Decreciendo o no, es bastante ingenuo suponer que un regreso al respeto de “lo natural” va a producir la gran salvación universal. En otros diarios magníficos, El cuaderno gris, de Josep Pla, se apunta lo siguiente: “El capitalismo es irracional, caótico, desordenado, injusto, doloroso, triste, absurdo… exactamente como la naturaleza. El capitalismo ha nacido de la vida humana por las mismas razones que en la primavera nace la hierba de la tierra. Esta naturalidad de nacimiento y de manifestación no prejuzga la moralidad o la inmoralidad del sistema. En la naturaleza no hay nada intrínsecamente bueno ni intrínsecamente malo. En la naturaleza no hay más que pura cosmografía, absoluta indiferencia. No hay nada que obedezca a un fin trascendental”.