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Héctor Abad Faciolince: ¿Cuánto es mucho?

Se sabe que el cerebro humano no está muy bien dotado para procesar y entender grandes números. Lo que sabemos comprender y recordar bien es lo que más nos impresiona, los cuentos, las imágenes o eso que a los académicos les encanta llamar “las narrativas”.

 

La foto de una joven enfermera –pocos días después de aplicarse la vacuna X– llena de moretones por todo el cuerpo, de la que se dice que no tiene plaquetas y basta el roce de una almohada para que le dé una hemorragia, es más llamativa y asusta mucho más que esta fórmula, que supuestamente nos debería tranquilizar: “De 6,8 millones de personas vacunadas con la vacuna J&J, cinco mujeres y un hombre menores de 48 años han desarrollado trombos o problemas de coagulación, y la mitad de ellos han muerto”. Es mucho más fácil que una persona corriente desarrolle fobia a las vacunas con el primer relato, a que mejore su confianza en las mismas con el segundo. Es más, el segundo puede empeorar las cosas, porque uno no se puede imaginar bien 6,8 millones de personas, pero a cinco mujeres y un hombre los ve claramente en la imaginación.

Las cosas que nos dan miedo y las que no son muy extrañas. Al respecto recuerdo una breve anécdota de Karl Kraus: “Una hermosa niña oye ciertos ruidos al otro lado de la pared de su cuarto. Teme que sean ratones, y se tranquiliza cuando le dicen que del otro lado hay una pesebrera con un caballo inquieto. ‘¿Es un semental?’, pregunta la niña, y se vuelve a dormir”.

De la fórmula de los 6,8 millones de vacunados y los seis enfermos de trombos, lo que entendemos más rápido es que la mitad se han muerto, no que por cada dos millones de vacunados ha muerto una persona a consecuencia de la vacuna. Tampoco tenemos en cuenta (por la dificultad que hay de retener y comprender grandes números) que un millón de vacunas contra el COVID-19 evitan la muerte probable de 120 personas (o de 1.500 si el millón de vacunados son mayores de 80 años). Una persona muerta contra 240 personas muertas es un riesgo muy bajo y un beneficio muy grande. A no ser que hayamos visto la foto y el nombre de esta única persona muerta. De pronto esta última pesa más en nuestra mente que las 240 anónimas. Tal vez lo que nos resulta más difícil de aceptar es que por hacer un bien (vacunar contra la enfermedad y la muerte) hagamos un mal: que por cada millón de vacunados una persona pueda tener efectos negativos graves. Ningún medicamento es completamente inocuo; tampoco las vacunas lo son. Por cada millón de niños vacunados contra la poliomielitis es posible que uno enferme de la misma poliomielitis que se quiere evitar. Muchos enfermos de COVID-19 se mueren por trombos o problemas de coagulación. Y sí, al parecer, una persona por cada millón de vacunados con cierta vacuna puede desarrollar una extraña reacción que elimina las plaquetas. Saberlo es importante. Pero esto no debería crear desconfianza ni cambiar los planes generales de vacunación para todos. Uno en la vida no decide entre lo perfecto y lo horrendo; eso sería muy fácil. Uno casi siempre tiene que decidir entre lo malo y lo menos malo o lo que es casi bueno. Sin garantía de que lo casi bueno salga siempre bien.

Creemos, erróneamente, que corremos más riesgo cuando hacemos algo que cuando dejamos de hacer algo. Nos asustan más los riesgos de comisión que los de omisión. Este es un sesgo humano difícil de corregir, pero lo cierto es que es mucho más arriesgado no vacunarse que vacunarse. Se arriesga más alguien que va todos los días a la oficina en bicicleta, que una persona que se vacuna contra el COVID-19. Corren más peligro, incluso, quienes van a pie o en carro o en bus a la oficina, que quienes se vacunan. Y sin embargo es la vacuna la que genera ansiedad, mucho más que la caminada, el viaje en bus, en carro o en bicicleta. Lo habitual no nos parece arriesgado, aunque lo sea. Lo extraordinario, que nos chucen un brazo, nos parece un riesgo tremendo. Somos así. Mejor dicho, somos incurables.

 

 

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