Cultura y Artes

Héctor Abad Faciolince: El mundial de Tailandia

Mientras en Rusia se jugaba el Mundial de fútbol oficial, en Tailandia se jugaba otro mundial que nos deja tanta emoción como el otro, y más enseñanzas: el del equipo de fútbol de 12 niños y su joven entrenador, los Jabalíes Salvajes, que disputaba su propio partido, no contra otro equipo, sino contra la muerte. A este equipo extraviado y sitiado por el agua en una cueva lo salvó la suerte, lo salvó la ciencia, lo salvó el esfuerzo de los rescatistas, pero también el hecho de ser un equipo que siguió siendo equipo en la peor adversidad.


Soy sensible al tema de los equipos de fútbol juveniles desde cuando Andrés Wiesner, un apasionado del asunto, me invitó a escribir una crónica sobre las niñas futbolistas de Ituango. Lo que hace el fútbol en los márgenes de la ciudad y en los pueblos fronterizos de un país es algo que debería interesarnos más, porque el efecto positivo del deporte no consiste en que Ronaldo se gane 30 millones de euros con la Juve. El efecto positivo del deporte está en invertir esa misma cifra en miles de equipos infantiles que de verdad dan como resultado mejores ciudadanos y mejores personas.

Hay una crónica de Hannah Beech, en el New York Times -pueden leerla aquí Hannah Beech  NYTimes-, en la que narra desde Mae Sai, cerca de la caverna, la historia de Adul Sam-on, un niño de 14 años, que fue el intérprete entre el equipo y los primeros buzos que llegaron hasta ellos, un par de rescatistas británicos. Lo más interesante del niño intérprete (que habla fluidamente inglés, tailandés, birmano, mandarín y wa) es que este no tiene nacionalidad, ni papeles, y es el típico caso de un apátrida de frontera, abandonado a su suerte por los conflictos interétnicos que suele haber en los márgenes más lejanos de los países. Cerca de Mae Sai confluyen las fronteras de Tailandia, Birmania y Laos. En la zona hay cientos de miles de refugiados sin nacionalidad.

En la misma crónica se cuenta la historia del entrenador de los Jabalíes Salvajes, Ekkapol Chantawong, de 25 años. Otro muchacho apátrida que cometió la imprudencia de internarse con sus estudiantes en la caverna sin pensar en el peligro del monzón, pero que mantuvo unidos a todos sus pupilos. Mientras el niño intérprete, Adul, fue entregado hace ocho años por sus padres al pastor de una iglesia bautista, y es el mejor de la clase, el entrenador es un huérfano que fue acogido hace diez años en un monasterio budista del mismo lugar. Durante los diez días que estuvieron aislados en la oscuridad, con frío y sin comida, Ekkapol les enseñó a sus pupilos técnicas de meditación para soportar en calma la adversidad.

Cuando Adul les habló a los rescatistas británicos, lo primero que les preguntó, incluso antes de pedir comida, fue: “¿Cuánto tiempo llevamos aquí?”. Sin días ni noches se pierde la noción del tiempo. Y Ekkapol, como cualquier capitán responsable, pidió ser el último en ser rescatado de la caverna.

En todo el mundo, incluyendo a Croacia (que juega hoy la final), incluyendo a Rusia, a Tailandia, a Polonia, a Cataluña, se vive una epidemia de nativismo y de nacionalismo. Solo los nacionales de cierto tipo, los nativos de cierta lengua y de cierto color, tienen derecho a los derechos humanos. Los de otras razas o pueblos, no. El equipo de los Jabalíes Salvajes le ha dado al mundo una lección de solidaridad entre gentes de distintas nacionalidades, de distintas lenguas y religiones, de orígenes disímiles, que juegan unidos en un mismo equipo, y no solo para ganar partidos, sino para tener la fuerza de sobrevivir 18 días aislados en una caverna.

Me gustaría que Croacia, que nunca ha ganado un mundial, lo ganara. Pero también me gustaría que Francia lo hiciera, porque en su equipo juegan personas de distinto origen y color (no puros galos o puros eslavos). Como me hubiera gustado que Colombia llegara más lejos, porque también en nuestro equipo juegan blancos, negros, mestizos y mulatos. Como en los Jabalíes Salvajes, los que para mí ganaron el Mundial.

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