CulturaÉtica y MoralGente y SociedadPeriodismoPolítica

Héctor Abad Faciolince: El perfume del poder

En esta época en la que me ha tocado la suerte (no muy grata) de envejecer, se pueden escribir sobre los hombres en general los epítetos más denigrantes y groseros. Si es sobre varones, no hay problema en decir que son violadores, opresores, dominantes, violentos, agresivos, imbéciles y todo lo demás que se les ocurra. En contra de las mujeres en general, en cambio, más vale no decir nada porque al que se atreva le caerá encima toda la ira divina de las iluminadas.

No me parece mal que esto sea así, sobre todo como mecanismo de compensación. Durante siglos y milenios de la historia la costumbre fue la opuesta: desde Platón, pasando por Kant, hasta Schopenhauer y Nietzsche, lo habitual fue lo contrario: denigrar siempre de las mujeres, de su debilidad, de su inconstancia, de su estupidez. Está bien que todo eso haya terminado y que el péndulo ahora esté al otro lado. Ya era hora.

A pesar de este espíritu de nuestros tiempos que –insisto– me parece merecido, hoy quisiera señalar una faceta (no tengo ni idea de si es cultural o biológica) de muchas mujeres. No digo que de todas, claro está, pero sí me atrevería a decir que esta característica es compartida por un poco más de la mitad. Digamos, adivinando, que más o menos por un 53 % de las mujeres. Es la siguiente: su fascinación por los hombres que tengan una de estas dos pes: plata o poder. Y si son las dos juntas, más todavía. Ahí me atrevería a afirmar que el porcentaje sube hasta 56 %. La plata y el poder en muchas mujeres tienen el mismo efecto que las tetas, las nalgas y la juventud en muchos hombres.

Recuerdo una vez, cuando el petróleo estaba por las nubes y el coronel Chávez estaba en su apogeo en Venezuela. Iba por el mundo regalando dólares y gasolina: en todas las pequeñas islas del Caribe, en los barrios obreros de Chicago y Nueva York, en los pueblos fronterizos de Colombia. Enriquecía a sus amigos; les compraba casas, joyas y zapatos a sus amigas. Rebosaba energía, confianza y salud; cantaba, bailaba, acababa de comprarse un avión inmenso para viajar por el mundo.

Estando así, en la cima del poder, la plata y el vigor, vino a Colombia de visita y se dejó entrevistar por tres mujeres periodistas que siempre lo habían visto con desconfianza. Fue la cosa más patética del mundo ver cómo esas periodistas cayeron rendidas a sus pies. No, Chávez no era un ogro, no. Era un encanto. No, Chávez no era chavista y mucho menos comunista: se sabía vestir, pedía buenos vinos y olía rico, o, mejor dicho, a perfume de rico. Lo que escribieron esas periodistas críticas e independientes fue algo que solo se podría describir con uno de estos adjetivos: o ridículo o cursi.

¿Pero qué tiene que ver esta historia del pasado con lo que ocurre aquí hoy? Algo tiene que ver. En estos días del gran triunfo en las encuestas, mediático y electoral del candidato Gustavo Petro, salió una crónica en la revista Cambio escrita por la periodista María Jimena Duzán (famosa por francota, frentera, aguerrida), que es un nuevo ejemplo casi perfecto de lo que acabo de decir. De repente el personaje insondable, huidizo, poco confiable, por arte de magia de su nuevo perfume, se convierte en alguien que no puede ser malo, que no puede ser mamerto. Y todo, simplemente, porque exhibe los símbolos de estatus del burgués.

Dice Duzán: “Llegó al Hotel Ritz de Santiago, cenó en el restaurante Liguria que es como el Salinas bogotano y en la noche, cuando lo permitía su apretada agenda, siempre tuvo tiempo para acompañar su comida con una buena copa de vino”. Más adelante: “es afable, tiene mejor cara y hasta tiene sentido del humor”. “Le gusta tomar de aperitivo Aperol con champaña”. Y más: “Petro se fue con su pinta burguesa, zapatos Ferragamo, pantalón y chaqueta de flanel”.

Creo que sobran los comentarios. Le cambió hasta la cara. Es como decir que Putin no puede ser un criminal de guerra porque lleva corbata de seda y tiene un yate enorme anclado en el Mediterráneo.

 

 

Botón volver arriba