Héctor Abad Faciolince: Entrevistas y conversaciones
En una vida pasada que ya casi se me olvidó, hice muchas entrevistas. Las preparaba lo mejor que podía, trataba de enterarme a fondo de vida y milagros de mi entrevistado, y pedía tiempo –el mayor tiempo posible– para estar con la persona a quien debía entrevistar. Tomaba apuntes y grababa todo el tiempo. Observaba. Como la grabación podía durar horas, a veces todo un día, o dos, desgrabar esos casetes, al principio, o esos archivos digitales, después, era un trabajo muchísimo más largo que la entrevista misma: podía pasarme días tecleando las respuestas. Transcribía fielmente cada palabra que me habían dicho.
Después montaba la entrevista y obviamente había muchísimo que cortar hasta llegar al espacio que me había dado la revista o el periódico.
Lo único que me permitía corregir era la sintaxis, la gramática. Omitía las muletillas, evitaba las repeticiones, pulía las concordancias de género y número… La lengua escrita, por muy coloquial que pretenda ser, es totalmente distinta a la lengua oral. No hablamos en prosa, como creía el personaje de Molière, sino en mala prosa, porque el tono, el gesto, la mirada, todo nos ayuda a hacernos entender cuando hablamos. Cuando se escribe, en cambio, hay que suplir todo aquello que no nos da la presencia. Esto es lo que provoca tantas confusiones y malentendidos por chat: por muchos emoticones que se pongan, a la lengua escrita le faltan todos los matices de la viva voz.
Con el pasar de los años dejé de hacer entrevistas y me las empezaron a hacer a mí. Al principio las leía y, salvo pocas excepciones, su lectura me resultaba casi siempre desesperante. Me cambiaban palabras, ponían el énfasis en un comentario marginal; si yo cometía hablando, como es normal, algún error gramatical, alguna repetición, o tenía un lapsus y en vez de decir Molière decía Voltaire, el entrevistador no se apiadaba: al contrario, subrayaba mi error. Me pasaba horas escribiendo cartas de rectificación. Era una tortura. Así que resolví que nunca más volvería a leer las entrevistas que me hicieran para no dedicar el poco tiempo que uno tiene en la vida a explicar lo que había dicho o lo que quería decir. En la medida de lo posible, trataba de contestar las entrevistas por escrito, o por chat, o incluso escribiendo las respuestas en presencia de la periodista, para cuidar al menos el léxico. Pero como conducta general resolví que no iba a leer nunca las entrevistas que me hicieran. Ni a oírlas, si eran de radio; ni a verlas, si eran de televisión.
Tener entrevistas es casi el exacto antónimo de tener una conversación. La entrevista tiene casi siempre algo postizo; hay que tener cautela, estar a ratos a la defensiva, evitar trampas, desconfiar de lo que quizá más te gusta de la conversación, que es la espontaneidad. Hablar con alguien no puede consistir en dar una conferencia o una clase; se intercambian ideas. En la entrevista no se intercambia nada: el entrevistado lo da casi todo, y el entrevistador, si es bueno, saca lo mejor de uno, y si te quiere hacer daño, intenta sacar lo peor que uno lleve por dentro en ese momento.
Disfruto muchísimo de la conversación, sobre todo con amigos, pero incluso con extraños. Las entrevistas, al contrario, me resultan cada vez más difíciles y molestas. Aunque uno quiera hacer entrevistas de tema literario, muchos periodistas se obstinan en alejarse de los libros y meterte en el campo minado de la política menuda, mezquina, electoral. Se aprovechan de cualquier molestia o encono momentáneo para buscar un título que venda, una frase escandalosa, algo que suene a exabrupto. Los escritores que adoran el insulto, tipo Vargas Vila, son la delicia de los entrevistadores porque cada frase es un puñal para poner en el titular.
Nota. Nunca he dicho, como me pusieron a decir en una entrevista de un diario español, algo sobre embajadores colombianos y sicarios. No dije eso. Es una mentira y un insulto que rechazo y desmiento rotundamente.