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Héctor Abad Faciolince: ¿Hay premios limpios?

Juan Marsé, el escritor español fallecido el año pasado, ganó una vez el Premio Planeta de Novela (en 1978) y fue jurado del mismo en los años 2004 y 2005. La primera vez como jurado escribe en su diario, después de no votar por ninguna de las obras finalistas: “La calidad de los originales para el P. Planeta es peor que mala”. Y poco más adelante: “Me siento sucio”. Al año siguiente le va peor. Cuando un periodista le pregunta por el nivel de las obras presentadas, contesta: “Bajo y, en algún caso, subterráneo”. Registra que la novela ganadora (de María de la Pau Janer) es “un artefacto de tedio y de molicie interminables”. Y la del finalista (Jaime Bayly), “una especie de culebrón peruano ternurista y desaforadamente verboso, tan decantado a lo sentimental y sensiblero que da grima.” Furioso con los pésimos finalistas, renuncia a ser jurado del Planeta para siempre.

Acabo de ser jurado del Premio Alfaguara de Novela, que se falló el jueves pasado, y quiero contar algunos intríngulis de esta experiencia porque me parece interesante desde un punto de vista filosófico y psicológico. Incluso moral. Me ha hecho pensar mucho sobre las dificultades del juicio literario y del juicio estético en general.

Al premio llegaron 2.428 novelas. ¿Leímos los siete miembros del jurado ese número de obras? Obviamente no. ¿Leí yo siquiera las 187 que llegaron desde Colombia? Tampoco. La convocatoria se cerró el 31 de octubre y las novelas finalistas empezaron a llegarnos, poco a poco, a finales de noviembre. En últimas fueron siete, y los miembros del jurado tuvimos unas siete semanas para leerlas. A una novela por semana, el ritmo fue cómodo. ¿Puedo estar seguro de que entre las 2.421 novelas restantes no haya alguna mejor que las que leí? No, no puedo estar seguro. Tengo entendido que lectores de cada país, contratados por la editorial, escogieron las novelas finalistas. Debo confiar en su criterio sin responder personalmente por esa inmensa cantidad de obras.

De las siete novelas que recibí puedo decir, intuitivamente y sin estar seguro, que había dos colombianas, dos argentinas, dos mexicanas y una peruana. Me hubiera gustado leer alguna española. Todas venían firmadas con seudónimo y afortunadamente no pude adivinar ningún autor. Una compañera del jurado, en cambio, tiró a adivinarlos todos, pero como los sobres de los finalistas no se abren, no sé si acertó. En la novela ganadora acertó a medias, porque dio dos hipótesis: Piedad Bonnett y Pilar Quintana.

¿Me gustaron las siete novelas finalistas? La verdad es que hubo dos que me parecieron bodrios. Hasta llegué a dudar de mi editorial por ponerme a leer ese par de esperpentos. Pero luego me sorprendió que dos compañeras del jurado pusieran, cada una en primer lugar de sus preferencias, al bodrio uno y al bodrio dos. Esto me hizo releerlas con otros ojos y al menos el bodrio uno ya no me pareció mal. Tenía un ritmo admirable y era capaz de manejar con pulso firme 79 personajes.

En últimas la discusión se centró en tres novelas. No conseguíamos ponernos de acuerdo e intentamos —para buscar humo blanco— una votación secreta y numérica en la que dábamos 3 puntos a la que preferíamos, dos a la segunda y uno a la tercera. Cada novela sacó 12 puntos. Humo negrísimo. Les confieso otra verdad: yo tenía un prejuicio. Si dos novelas me parecían igual de buenas, mi preferencia iba por la obra que no fuera colombiana. Ya dije que es un prejuicio: odio el nacionalismo, incluso el literario. En la última votación, entre dos obras, la novela ganadora tuvo cuatro votos y la perdedora dos. La jurado con voz y sin voto no dijo ni mu.

Al día siguiente se abrió la plica y vi el nombre de la ganadora: Pilar Quintana. Es una escritora a la que quiero y admiro muchísimo. Me puse feliz por ella y ayer y hoy volví a leer su novela, Los abismos. Es raro, pero después de premiada, pese a ser colombiana, la novela me gustó todavía más. Un premio influye incluso en quien lo da.

 

 

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