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Héctor Abad Faciolince: La crisis de la crisis de la verdad

La célebre frase de Nietzsche, “Dios ha muerto”, pronunciada a finales del siglo XIX en La gaya ciencia (1882), parece hoy, al cabo de siglo y medio, menos trascendente que otra consigna propuesta por el mismo filósofo y popularizada por sus discípulos posmodernos de la segunda mitad del siglo XX: “La verdad ha muerto”. Esta idea fue defendida de un modo requetesofisticado por el faro de los posmodernos, Deleuze, según el cual debemos “resistir al temor de no contar con una verdad sujeta al criterio realista de verificación”. Y esta verdad, la de que no hay verdad, se impuso en casi todas las facultades humanísticas de Estados Unidos y luego, por imitación colonial, de toda América Latina. Lo grave es que semejante frivolidad sigue viva.

Perdónenme esta introducción medio filosófica, que necesitaba hacer, aunque quiero ocuparme de asuntos muy sencillos y concretos del día a día y del quehacer periodístico e informativo, que sería imposible abordar sin la convicción de que las verdades existen (por mucho que no haya una Verdad filosófica o científica absoluta y eterna) y también –y sobre todo– las mentiras. Aunque esté bien poner en duda la existencia de la materia y de “la realidad”, como problema filosófico, y por mucho que en últimas todo dependa de las representaciones mentales que nos hagamos de esa “realidad” entre comillas, no habitamos en el mundo como si este fuera una caverna de sombras en la que nos están dando una clase de filosofía de Platón o del obispo Berkeley.

Me explico con un ejemplo de Russell: si tengo la mano derecha fría y la mano izquierda caliente, y sumerjo ambas manos en un balde de agua tibia, la mano derecha me dirá que el agua está caliente y la mano izquierda me indicará que el agua está fría. Esto demostraría que la realidad es solo mental (una creación subjetiva). La verdad que propone Russell es pragmática y probabilística: mediante el uso de un termómetro puedo definir la temperatura del agua y la temperatura media de las manos. Y con estos conocimientos prácticos y probabilísticos no es descabellado afirmar que el agua del balde está tibia, siempre y cuando hayamos definido qué es “tibio” para las temperaturas experimentadas por el ser humano.

Sigo muy filosófico, perdón. Lo hago para afirmar que en las escuelas de periodismo (o de ciencias políticas, o de sociología) no tiene mucho sentido concentrarse en el problema posmoderno de la inexistencia de la verdad objetiva, una teoría en la cual se apoyan todos los mentirosos para defender sus fake news y sus mentiras como opiniones personales tan válidas como todas las demás, sino que deberían concentrarse en los métodos de verificación factual, que son estadísticos, aproximativos, no absolutos, aunque indudablemente se acercan más a ese objetivo difícil pero no inexistente: la verdad.

Y por “verdad” me refiero a asuntos prácticos de enorme importancia como saber quién ganó las elecciones de Estados Unidos y según qué criterios, o si las vacunas contra la COVID-19 son eficaces o no, sirven o no, son peligrosas o no, también basados en hechos que son estadísticos, aproximativos, y algunos con más peso que otros. No es imposible que en diez millones de dosis de vacunas una persona muera como consecuencia de la vacunación, pero esto no invalida la conveniencia y eficacia de esa vacuna. También es verdad que es posible que entre un millón de fumadores haya cien a quienes el cigarrillo no les hace daño. Pero estos cien no desmienten que el tabaco, en general, es dañino. El hecho de que la verdad sea estadística, pragmática, aproximada, no convierte estas verdades en afirmaciones que tienen la misma validez epistemológica que las mentiras.

 

 

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