Héctor Abad Faciolince: La magia del regalo
El que regala es un rey. Desde la antigüedad se sabe que los regalos traen buena suerte.
Debes saber, por mucho que guardes, que solo el que da recibe. El regalo, grande o pequeño, produce un estado de gracia en el que existe lo gratis. Te doy algo y si mucho te pido “gracias”, una palabra.
Cuando había monarcas, era costumbre que los reyes pidieran a sus súbditos que les dieran regalos (de ahí la etimología de la palabra “regalo”: el regalo es un obsequio que se le hace al rey, un “donum regalis”, un presente real). El que regala es un rey para quien recibe el regalo. En Roma, el César recibía monedas de cobre de los pobres, no porque eso cambiara su vida ni aumentara su riqueza, sino para sentirse querido, regalado, al invertir los papeles. Los regalos, además, lo animaban a regalar, ya no monedas de cobre, sino de oro.
Hay culturas y personas que regalan, y personas y culturas que no regalan nada. Dar algo de gracia, sin esperar nada a cambio, es siempre un buen comienzo para una relación personal. Crea un ambiente en el que no todo se hace por provecho. Los novios se regalan, los amigos se regalan, pero es más bonito cuando un desconocido te da un regalo. En los pueblos levantinos (Grecia o Turquía, por ejemplo) lo más frecuente en un comercio o en un restaurante es que te reciban o te despidan —o ambas cosas— con un regalo: un poco de pan ácimo, un raki helado (aguardiente), un té que te hidrate y calme antes de comenzar cualquier transacción, unas frutas o un postre para despedirte, una ñapa por lo que compraste.
Claro, hay regalos que no pueden aceptarse, pero los prevenidos creen que todo regalo es un chantaje, un compromiso, un “quedar debiendo”, y rechazan de entrada o de salida cualquier regalo. Esa prevención es ofensiva, inamistosa, antipática. Quien te regala el té, el pan, la fruta, el raki, sabe que corre el riesgo de que te levantes sin haber pedido nada, sin comprar ni un confite. Y no se enoja: de todos modos agradece que hayas considerado que su mercancía o su comida eran dignas de ser tenidas en cuenta. Si ni siquiera miras, si ni siquiera hueles, si no entras, siento que lo que tengo o cocino nada vale. Si al menos te detienes y observas, ya me diste algo, así sea tan solo tu atención y el intercambio de palabras gratis. Gratis: de gracia. En la cultura del regalo no solo hay que aprender a dar, sino algo más difícil: aprender a recibir sin sentirse obligado a corresponder.
No todo es mercancía; no todo se compra o se vende. También hay cosas, incluso cosas grandes, que se regalan. Hay presentes o servicios que se dan, al fin, sin exigir recibo. No todo debe ser comercio, provecho, consumismo. “Dar es dar”, “lo que se da no se pierde”: si todo el mundo sabe que estas frases son ciertas, ¿por qué no las practican?
Es mágico y saludable escapar a la lógica del negocio, de las segundas intenciones. Actuar al fin de un modo generoso y sin prevenciones, sin esperar las fechas para hacerlo, Navidad o cumpleaños, aniversario o día de los reyes magos. Regalar puede ser incluso fingir que no nos damos cuenta cuando nos roban algo (pocas cosas tan sabias como aprender a hacerse el bobo). Parte de la sabiduría de algunas religiones consiste en hacer valer el robo como una limosna. Perdonar una deuda, condonarla: hasta los banqueros saben que así ganan un cliente leal y más cumplido, casi siempre. Olvidar, aceptar que muchas cosas se deben hacer gratis, de un modo gracioso, a cambio de nada. El regalo es una costumbre antigua, afinada en mil culturas, que la lógica del capitalismo rechaza. Pero en una lógica de cooperación más humana casi todo empieza por el regalo: por poner algo ahí, en la mesa, que estamos dispuestos a perder completamente sin sufrir, sin enojarnos. Un case. Si todos casan algo, lo que puedan, algo que va a perderse de todas maneras, es más fácil vincularnos a cualquier proyecto humano, no solo a un juego, también a los azares cambiantes de la vida humana.
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Este artículo fue publicado por primera vez en Prodavinci el 11 de julio de 2016.