Héctor Abad Faciolince: Las armas y los muertos
Nunca en mi vida he disparado con un arma de fuego, pero tengo que confesar que una vez, después de sufrir un atraco a mano armada, me dieron ganas de comprar una pistola para defenderme. A mi lado, por suerte, tengo una mujer que tiene más claros ciertos asuntos que yo: “Por esa puerta entra un arma y por esa misma puerta salgo yo”. Hay quienes creen que tener un arma es un asunto puramente defensivo. No es así. En las casas donde hay un arma hay más suicidios (muchos suicidios se cometen en un arranque de desesperación), hay más accidentes de niños con arma de fuego, hay más adolescentes que matan en un ataque de ira, hay más maridos que matan a la esposa.
He recordado esto al notar la actitud de Donald Trump, y de muchos estadounidenses, tan distinta al juzgar al joven de origen musulmán que mató con una furgoneta a los ciclistas de Nueva York, y a los dos terroristas blancos que mataron con armas a decenas de personas en un concierto en Las Vegas y a la salida de una iglesia en Texas. En el caso del terrorista extranjero de inmediato las muertes se vuelven políticas y materia de vetos migratorios y cambio de legislación. En cambio en las masacres colectivas cometidas por norteamericanos (sobre todo si el asesino es blanco), se invita a la plegaria, se habla de estar unidos, se pide respetar el luto de las víctimas y apoyarlos con la oración. Si alguien se atreve a hablar de la necesidad de poner más controles a la venta de armas, de inmediato se le ataca por “politizar” un momento de dolor y recogimiento.
El Congreso de Estados Unidos, gracias al lobby de la Asociación Nacional del Rifle (NRA en inglés), quita los fondos estatales a cualquier entidad de salud que intente hacer investigaciones en las que se asocie la mortalidad con la posesión de armas de fuego. Pese a este veto tácito a la investigación científica seria, cada vez hay más datos que confirman la clara correlación entre las armas disponibles por número de habitantes y los homicidios cometidos con arma de fuego. Y no solo los que puedan cometerse por “legítima defensa”, que existen pero son pocos, sino sobre todo los suicidios, la violencia intrafamiliar y los asesinatos de un amigo o un conocido en un momento de ira y descontrol personal.
En los países desarrollados la correlación entre número de armas por cada 100 habitantes y tasa de homicidios por arma de fuego es nítida incluso en culturas muy distintas. Para los investigadores cada vez es más claro que hacer más difícil el acceso a las armas es una manera de disminuir la violencia, tanto para episodios aislados de asesinato, como para masacres en masa, que son las que más aparecen en la prensa, aunque no sean las responsables del mayor número de muertos.
Si bien lo ideal es la prohibición de compra y de posesión para prácticamente todo el mundo excepto la autoridad competente (como ocurre en Japón y en los países menos violentos del mundo), en culturas como la de Estados Unidos, donde por tradición imponer este control total se hace más difícil de propiciar, lo que también surte efecto es el control a quienes puedan efectivamente comprar armas. Es importante que no se les vendan armas a personas con un pasado de violencia intrafamiliar, alcoholismo o riñas en establecimientos públicos.
Estas medidas, que parecen sencillas y sensatas, y a las que casi ninguna persona racional se opondría, son sin embargo impensables durante un gobierno nefasto como el de Donald Trump. La correlación más clara entre votantes de Trump y alguna característica cultural o social destacada es, precisamente, que disponga en la casa de un arma de fuego. Los americanos armados fueron los votantes más fieles del señor Trump. A un año de su triunfo en las elecciones de Estados Unidos, cada día nos damos más cuenta de lo dañino que es. Cada año de Trump en el poder requerirá de muchos más años de recuperación para la democracia, porque hacer el mal es mucho más fácil y rápido que hacer el bien.