Héctor Abad Faciolince: Leer con diccionario
En la Semana Santa que acaba de pasar estaba con unos amigos en una zona apartada del Caribe colombiano. El celular no tenía señal, no había WiFi, no nos llegaban las noticias sosas de la política y la vida transcurría con ese ritmo pausado de los osos perezosos que trepaban en cámara lenta a las copas de las bongas para comer despacio, muy despacio, flores y retoños. Si hay algún animal que enseñe la belleza de la lentitud y la dicha de no tener afán, es el oso perezoso. Una de esas tardes lentas teñidas de sopor, dormitando en la hamaca con el sonido hipnótico de las olas del mar, nos dieron ganas de jugar Diccionario (uno de los más graciosos y entretenidos juegos de sociedad). Pero en la cabaña no había diccionario.
Se nos ocurrió entonces ir al pueblo más cercano, a media hora caminando despacio, a ver si por casualidad allá, en la inspección de Río Cedro, había biblioteca y nos podían prestar un ejemplar. Yo me ofrecí a ir, porque era el que tenía más ganas de jugar. Y había biblioteca. Y había diccionario. Y me lo prestaron sin preguntarme siquiera si me llamaba Pedro o Juan. La niña que atendía la biblioteca (parecía si mucho quinceañera) me intrigó. Se llamaba Katy y era voluntaria; les hacía talleres de lectura a los niños del pueblo. Su tía, Luz Mary Cavadía, la encargada de la biblioteca, había salido a hacer una diligencia. Yo me puse a mirar las estanterías donde los libros estaban dispuestos con un orden pulcro. Había niños cómodamente echados en el suelo leyendo, y Katy me explicó (yo ya tenía el diccionario bajo el brazo para irme) que antes esa casa había sido el calabozo y la inspección de policía, pero que como ahora no había plata para tener policía en el pueblo, entonces la habían prestado para poner la biblioteca.
Cuando ya me iba llegó la directora, Luz Mary, que resultó ser una lectora y me reconoció. Yo me ofrecí a charlar con los jóvenes lectores del pueblo y quedé en volver el Viernes Santo, una o dos horas antes de la procesión, para no interferir con los oficios divinos. Así quedamos, y en la cabaña jugamos Diccionario. Yo aprendí palabras tan raras como eurotofobia (el horror a los genitales femeninos) y recordé otras tan útiles como opoterapia (curarse de un órgano comiendo pedazos del mismo órgano de algún animal: hígado si sufres de cirrosis, sesos si eres muy bruto, callos si tienes acidez de estómago, y así). Todos jugamos y nos morimos de risa, desde los niños de 11 años hasta los sesentones. Una vez más comprobé que, como decía Joan Corominas, el español es una lengua llena de palabras fantasma, de palabras que no tenemos ni idea de lo que significan, y son magníficas.
El viernes volví a Río Cedro, con el paso pausado de los osos perezosos, a devolver el diccionario y a charlar con los jóvenes. Fueron unos 15, y no eran jóvenes, sino niños. La mayor tenía 17 años. Todos habían sido convocados por Katy, que tenía 20, así no los aparentara, y que en esos dos días ya se había leído un libro mío. Charlamos en el patio, sobre el piso de tierra, a la sombra de un techo de paja. Yo me sentí rodeado de atención, de amable timidez y dignidad. Eran niños de uno de los pueblecitos más pobres de Colombia, pero tenían sed de leer y de conocer. Personas de un altruismo raro, como Luz Mary, los animaban a querer los libros.
Y el jueves, una semana después, salieron los datos de la Encuesta Nacional de Lectura, que por primera vez en mucho tiempo eran positivos. Los colombianos leen, en promedio, cinco libros al año. Pero en realidad son niños como los de la Biblioteca Pública de Río Cedro los que ayudan a subir ese promedio. Ellos ahí, en sus sillitas de plástico o en el suelo, leen 20 o 30 libros al año. Leen por todos los que no leen en el pueblo. Y son los más jóvenes, y son la esperanza de que lleguemos a tener un país distinto y mejor. Mucho mejor que el que me tocó a mí. Y se lo debemos a pequeñas heroínas anónimas como Katy y como Luz Mary Cavadía.