Héctor Abad Faciolince: Los motivos del miedo
Parece ser que Antonio Machado, harto de aves de mal agüero, exclamó una vez: “Dadme cretinos optimistas, que ya estoy hasta los pelos del pesimismo de nuestros sabios”. Hoy quisiera jugar ese papel de cretino optimista (que a esta cara que tengo le sale muy bien). Debo reconocer, sin embargo, que para buscar optimismo en esta situación colombiana no hay que buscar con lupa, sino con microscopio. Voy a intentarlo. Esta semana el amigo venezolano Boris Muñoz, editor de The New York Times en español, me pidió de mucho afán un artículo de análisis sobre la situación colombiana. Yo, muy honrado y sobre todo muy cretino, dediqué todo el día a exprimirme las meninges y produje un artículo que, por supuesto, no dio la talla para el NYT. Tal vez la dé para El Espectador. Mi tesis central era sobre el miedo y dice así:
Colombia, como país, se parece un poco a esas personas que fueron maltratadas en la infancia. No hemos vivido nunca verdaderamente en paz y en calma, sino siempre con miedo. Miedo a los delincuentes comunes, que son quienes dominan en muchos barrios, sobre todo en los más pobres. Miedo a la guerrilla, que reclutaba niños pobres y secuestraba niños ricos. Miedo a los paramilitares, que consideraban comunista y guerrillero a cualquiera que pidiera justicia. Miedo a los narcos, que imponen con plata o con plomo su “derecho” a exportar cocaína. Miedo al Ejército y a la Policía, que no defienden ni persiguen a todos por igual. Miedo a quien nos hace una pregunta en la calle, pues no sabemos si va a pedir una dirección o a robarnos el celular. Miedo al virus, claro. Vivimos rodeados de miedo y desconfianza. Y ya no miedo a la pobreza, sino ¡terror a la pobreza!, porque todo lo anterior se padece muchísimo más cuanto más pobre sea uno.
Un año de pandemia ha hecho que las cifras de pobreza se hayan disparado. Según el DANE a finales de 2019 había en Colombia 4’690.000 personas en pobreza extrema. A finales de 2020 casi tres millones más se habían añadido a esa cifra de por sí terrible. Hasta la pandemia, las cifras de pobreza extrema venían descendiendo, pero el último fue un año fatal para este indicador. Los pobres a secas eran 17 millones y medio a finales de 2019 y pasaron a más de 21 millones este año. Es decir que tres millones y medio de personas que eran de clase media pasaron a ser pobres, desempleados, desesperados, en un solo año.
Quienes han visto el deterioro súbito en su nivel de vida tienen angustia y miedo. Algunas de las consecuencias más graves de vivir con miedo son la rabia y la violencia preventiva. Muchos de los que salen a manifestarse y a protestar en Colombia lo hacen ya con miedo y preparados para la violencia: no bastan los carteles o las consignas, algunos llevan un bate, un martillo, un galón de gasolina… Muchos tienen miedo a ser reseñados por los servicios de policía y se cubren el rostro, y esos rostros encapuchados desatan otros miedos. También los policías tienen miedo y algunos de ellos están todo el tiempo con el dedo puesto en el gatillo. En las redes sociales de la derecha solo se ve el vandalismo y la violencia de los manifestantes; en las redes sociales de la izquierda solo se registra la brutalidad del Esmad. Así, ambos miedos se retroalimentan, pero lo cierto es que las víctimas mortales son casi todas manifestantes, y más de 30.
¿Puede haber optimismo en tanto miedo? Miedo de los pobres a ser más pobres y miedo de los ricos a dejar de ser ricos. La nota optimista (y quizá cretina) es esta: si somos capaces de dejar a un lado tanto miedo, o de sentarnos a conversar sobre el miedo de los unos y de los otros a perder lo poco o lo mucho que tienen, habría un espacio, sin miedo, para llegar a algunos acuerdos. Porque si seguimos en esta espiral de violencia alimentada por el miedo, no va a faltar algún general al que se le ocurra que esto solo lo arregla él, con mano dura, como piden los más duros, y dé un golpe de Estado que nos acabe de joder.