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Héctor Abad Faciolince: Saber ganar

No nos digamos mentiras, así como hay derrotas que nos dejan por el suelo, también hay victorias que nos elevan al cielo de la dicha. Perdonen la impudicia —de este sentimiento mejor no hacer alarde—, pero estoy feliz. No es lo mismo en política que gane A o B. Y no, no es lo mismo que gane B o T, como creen los qualunquistas (aquellos que piensan que cualquiera da igual). Un segundo triunfo de Trump habría sido nefasto, no solo para su país, Estados Unidos, sino para el mundo entero, pues todavía la influencia de la mayor potencia económica y militar de la Tierra es determinante para el destino de casi todos los demás países. Para el destino nuestro, de Colombia, para el destino de Europa, de América Latina, de África, de los rusos que padecen a Putin, de los norcoreanos que sufren a Kim Jong-un, de los venezolanos arruinados por Maduro…

Celebro esta victoria porque la derrota de este epítome del populismo barato, de este espectáculo viviente de la mentira y la desinformación, es una derrota importante. Y el triunfo de los otros, del viejo Joe Biden y la mestiza Kamala Harris, nos da a todos los que amamos la vida, la vida en su estupenda variedad y diversidad, una señal de fuerza, de ánimo, de felicidad y ganas de ser optimistas y de mirar al futuro (al cambio climático, al racismo, a la intolerancia religiosa, a la homofobia) con más esperanza, con menos miedo y más ganas de luchar. Por un momento, al menos, permítanme alegrarme, brincar, brindar, saltar de felicidad: ¡el payaso mayor de estos cuatro años nefastos ha sido destronado por una mayoría de millones de votos! ¡Bye bye, don Donald, adiós! Fuiste una pesadilla que ya pasó. Que dejará secuelas, como el COVID, pero no nos mató.

Para saber ganar hay que saber celebrar, y por eso aquí me alegro con todos los que se alegran como yo. Me alegra el triunfo de la ciencia contra la charlatanería, de la humildad contra la arrogancia, de los débiles contra el que se cree siempre triunfador. Pero para saber ganar hay que entender también a los que votaron por Trump y hoy se sienten derrotados. Pues no, fíjense, el triunfo de Biden es el triunfo, precisamente, de la inclusión, no de la exclusión. Hay que dejar la tontería esa de atacar a los “latinos” (nadie sabe qué significa esa etiqueta absurda) que votaron por Trump, o a los negros que hicieron lo mismo. Los grupos humanos, el origen geográfico o étnico, el color de la piel, no nos convierte en manada. Los que votaron por Trump sus razones tendrían, razones que se deben entender e incluso, a veces, defender: los venezolanos del exilio en Miami, miedo a ese socialismo populista que todo les quitó en su país; los cubanos, la rabia de no tener una Cuba democrática; los evangélicos, su oposición al aborto y su creencia errada de que se aprende a ser homosexual; los obreros blancos sin trabajo, el hecho de que casi todas las cosas se fabriquen en China y hayan cerrado las fábricas de su ciudad. El diálogo con ellos, la explicación de los motivos que nos distancian de sus creencias, debe ser la manera de ganar. La comprensión y la empatía, no el desprecio.

En todo caso, como el trumpismo hoy derrotado jugó siempre a la retórica de que quien gana es porque se lo merece, y de que quienes pierden, pierden también porque se lo merecen, conviene entonces que reciban esta bonita dosis de su propia medicina. Fíjense que no: los supuestos triunfadores de siempre, los dizque nacidos-para-triunfar, también pueden perder. Hay una gran masa de personas que no se dejan engañar sumisamente por la astucia de los mentirosos, por la arrogancia de los que se creen superiores y humillan. Ahora patalean, gritan que todo es fraude, que los votos son falsos, que B es A. Seguirán pataleando un rato más. Pero si los que lograron el triunfo en estas elecciones extraordinarias saben ganar, sabrán unirse con muchos derrotados en una sola felicidad. Y si ellos solo sabían ganar, se les hará un gran bien al enseñarles a perder.

 

 

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