Héctor Abad Faciolince: Una lluvia llamada Juan Villoro
Hablar en público con Juan Villoro es como tomarse una foto al lado de George Clooney. Para evitar la constatación de que a su lado uno no solo parece sino que es completamente idiota, hace tiempo me prometí que nunca más participaría con Villoro en una mesa redonda, salvo que ambos estuviéramos obligados a dar la charla en lenguaje de signos.
Otra cosa es entrevistarlo en público pues en toda entrevista es conveniente que el entrevistador sea más ignorante y menos listo que el entrevistado. El oficio de entrevistar, como el de traducir, mejora cuanto más invisible sea quien lo ejerce. Por este motivo acepté entrevistar a Villoro en la Fiesta del Libro de Medellín, que duró dos semanas y hoy termina. Pasó Juan Villoro por Medellín y dejó a su paso una lluvia de inteligencia, de lucidez y profunda simpatía.
No conozco a nadie que hable mejor en nuestra lengua: con una gracia leve de malabarista; con un genial ingenio de ingeniero del habla; con las citas más oportunas y las ocurrencias más rápidas; con una mezcla ideal de ironía, cultura, humor y comprensión humana.
Los libros de Juan Villoro son tan buenos como sus intervenciones orales, en particular aquellos de distancia media y corta. Un virtuoso de la lengua y del pensamiento como él está más hecho para los 400 metros con obstáculos del cuento, para los 5.000 metros del ensayo o la crónica y para los 10 mil metros de la novela corta. La maratón, en su caso (el ejemplo es El testigo, su novela más larga), nos deja a los lectores tan exhaustos como debió sentirse el escritor al terminarla. Tanto brillo junto resulta excesivo, como mirar al sol sin el filtro de seis negativos. Villoro es un maestro de la concisión, pero resulta difícil de abarcar si se detiene en el relato minucioso de lo que sucede. ¿Para qué escribir una página entera si él puede resumirla en un epigrama?
En particular quisiera recomendar dos libros (de distancia media y corta) que fueron novedad en Medellín: el deslumbrante volumen de ensayos La utilidad del deseo, publicado por Anagrama, y el breve monólogo (que es también cuento y poesía amorosa), Conferencia sobre la lluvia, editado por Angosta. Por libros anteriores ya se sabía que Villoro es un maestro en el difícil arte del ensayo. Su dominio de los temas tratados es siempre verdadero y es asombroso. Entre ellos están la traducción, la literatura infantil, el paralelo entre medicina y literatura, los textos poéticos de López Velarde o los periodísticos de Monsiváis, los cuentos de Chéjov o las novelas y crónicas de García Márquez.
En estos ensayos se despliega, sin alardes ni contorsiones retóricas, la sabiduría de un lector sutil que envuelve sus hallazgos y observaciones en una prosa leve y profunda al mismo tiempo, que no por honda ha dejado de ser fresca y clara, cargada de humor y deslumbrante de inteligencia. Todos los temas tocados por la prosa de Villoro se iluminan. Salimos del libro con la sensación de que ahora entendemos un poco más el mundo.
En cuanto al monólogo teatral, Conferencia sobre la lluvia, puedo decir que toda la historia está empapada en este hallazgo curioso: en los poemas de amor casi siempre está lloviendo, llovió o va a llover en un momento. Un bibliotecario lleno de tics y de dudas, un conferencista que pierde el hilo del discurso y empieza a delirar sobre intimidades, un neurótico que ha sido incapaz de conservar a su lado el gran amor de su vida, divaga sobre algo hermoso y húmedo: la lluvia. Y el monólogo se lee como se oye correr una quebrada, de piedra en piedra, de chorro en chorro, de gota en gota y de cascada en cascada. Y así la literatura, como quería Borges, se convierte en música, o como aspiraba Flaubert, es una sinfonía sobre nada.
Quienes no hayan tenido el deleite de oír la magia verbal de Villoro, la pueden reemplazar, perdiendo apenas algunos tonos y variaciones de la exposición en vivo, por el silencio musical que se siente cuando leemos sus libros.