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Héctor E. Schamis: Cuba y la izquierda latinoamericana

Como corriente intelectual y movimiento político, el socialismo se organiza alrededor de la noción de igualdad. Ello supone interpretar la desigualdad no como fenómeno pre-político sino, por el contrario, como el resultado de específicas relaciones de clase, o sea de propiedad, e instituciones jurídicas, políticas e ideológicas que las reproducen en el tiempo.

La crítica está dirigida al Estado liberal, garante de un orden social basado en la igualdad formal—derechos y garantías constitucionales—junto con la desigualdad material—propiedad privada. A consecuencia de estas premisas, en el capitalismo la democracia es «burguesa», pues el sufragio y la competencia electoral no modifican dichas relaciones de propiedad.

Es decir, las masas proletarias no podrían votar por la socialización de los medios de producción si así fuera su preferencia. De ahí que para el pensamiento marxista la democracia con capitalismo era una fórmula contradictoria y, como tal, insostenible. El voto no tenía sentido, solo la estrategia revolucionaria y la construcción del régimen de partido único lo tenían. Así es como en el socialismo de Estado la dictadura del partido actúa en nombre de la dictadura del proletariado.

Pero todo ello hasta el compromiso socialdemócrata, fenómeno de principios de siglo XX y verdadera revolución copernicana. Planteó que el interés de los trabajadores se hallaba mejor representado por la combinación de democracia competitiva y Estado de Bienestar en una economía con propiedad privada. Pues ahora sí el voto cobraba sentido, participar no solo era racional sino necesario.

Fue el triunfo de la estrategia reformista dentro del debate socialista, la certeza que las reivindicaciones de los trabajadores se lograrían dentro de la democracia capitalista. Así funciona el llamado «modelo nórdico», sociedades con la mayor equidad social y mayor libertad individual del planeta.

Esta tendencia fue luego reforzada por el Eurocomunismo en los años setenta. La ruptura del comunismo francés, español e italiano con Moscú fue un parteaguas que corroboró la inviabilidad del stalinismo. La Perestroika y el Glasnost de los ochenta les daría la razón, la caída del Muro de Berlín, a su vez, sepultó al Estado-partido bajo sus propios escombros.

Todo esto para subrayar que ninguna revolución cognitiva comparable ocurrió con la izquierda en América Latina, lo cual afecta la salud y estabilidad de la democracia. Es una izquierda que no se reconoce en la idea socialdemócrata y cuya propia apertura fue efímera y superficial. Y ello debido a otra revolución, y no de paradigma: la revolución cubana y la construcción del relato castrista.

Ha sido Fidel Castro, de hecho, una suerte de Sherezada del continente, el que definió la identidad de esa izquierda y la capturó intelectualmente. El narrador de historias, el autor de cuentos surgidos de cuentos, tal como en Las mil y una noches. Es él quien le ha dado sentido y sinsentido a «ser de izquierda», una desafortunada narrativa de las relaciones hemisféricas basada en la repetición ad nauseam de leyendas. Una prosa organizada alrededor de una épica ficticia, el hombre nuevo, recreada interminablemente a través de mitos: el bloqueo, en lugar del embargo, la igualdad, la salud y la educación del socialismo de Estado, supuestamente modelos.

Esa narrativa trastabilló en los noventa con la transición postcomunista en Europa y la terminación de los subsidios de Moscú. Los Castro se atrincheraron para resistir el período especial. Del socialismo de Estado solo quedaban ruinas, económicas tanto como éticas e intelectuales. El relato era un disco rayado sin contenido.

Pero ello fue breve, la longevidad de la «generación histórica» fue recompensada por Chávez y en barriles. Después del fallido golpe de 2002, Venezuela se acercó más a Cuba. En 2004 se creó ALBA, en 2005 se fundó Petrocaribe y más tarde, la CELAC. La política exterior del chavismo abrió la puerta para el reingreso de la influencia cubana en América Latina.

Y con ello se diluyó la posibilidad de construir una izquierda democrática. Se habla siempre de la amenaza populista a las instituciones democráticas, problema cierto pero exagerado. Nótese las tres experiencias populistas más ricas de la historia latinoamericana. En los noventa, el PRI se sometió a la competencia electoral. Supo cuándo, y cómo, dejar el poder para seguir existiendo. Getúlio Vargas preparó su partida formando dos partidos que le sobrevivieron, el PSD y el PTB. Hasta la llegada de los Kirchner, el peronismo resolvió la crisis de la muerte de su fundador creando «un partido político normal», para ganar y también perder elecciones, lo cual ocurrió en varias ocasiones.

Esto es, el populismo originario resolvió el problema de la sucesión por medio de la alternancia. Es la izquierda la que adoptó los principios leninistas de partido único, sin alternancia y con un ejercicio stalinista del poder. Lo ilustra bien el chavismo. Alguna vez quizás populista, hoy sin regla sucesoria ha perecido como identidad política en esta mutación stalinista, convertido en protectorado cubano bajo un Estado capturado por un conglomerado criminal.

Así se ha truncado la construcción democrática en América Latina. Antes causado por las dictaduras militares, hoy ello es obra de una izquierda cuyo cordón umbilical termina en La Habana. La política necesariamente suma cero cuando los actores políticos principales quieren todo el poder para sí, todo el tiempo. Pues solo en una democracia liberal es concebible abordar simultáneamente el derecho a la propiedad privada, a la participación política irrestricta y a la justicia social, es decir, a la igualdad.

La izquierda de América Latina por cierto que necesita producir una revolución, pero una revolución cognitiva.

 

 

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