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Henry Escalona M.: ¿Regreso a Tara?

 

El viernes pasado Nancy y yo salimos del confinamiento recomendado por las autoridades sanitarias del régimen, la organización mundial de la salud y el sentido común. Nuestro propósito era adquirir algunos artículos necesarios para nuestra despensa y un par de botellas de vino que adquirimos por la puerta trasera de la tienda de un conocido. Cuando regresábamos a casa con el mandado hecho y la satisfacción de sentirnos reaprovisionados de alimentos y los jarabes para la alegría del alma, recordamos que debíamos comprar unas medicinas para mi madre; así que cumplimos también ese cometido y ya rumbo a nuestra residencia con las compras que nos hicieron salir del hogar seguro, vimos a un vendedor callejero que ofrecía películas de cine en formato de vídeo. El precio de su oferta era tentador, y corregimos la ruta y retornamos al punto al cual ofrecían cinco discos de vídeo por 2 US$, precio muy estimulante hasta para el presidente de SACVEN, el encargado de proteger el derecho de autor en este país donde cada vez se le respeta menos.

 

Así pues que, al comprobar que el buhonero usaba mascarilla y cumplía protocolos de seguridad sanitaria anti COVID-19, obvié los dictados de mi ya distante amigo Juan Carlos Núñez sobre que el cumplimiento de las normas de protección al derecho de autor es indicador de desarrollo económico y social, y me acerqué, no sin cierta desconfianza, al muro de un edifico en el que bajo la sombra de un árbol se exhibía la mercancía de la venta callejera. Escogí mis cinco películas, todas clásicos del cine europeo y americano; una de ellas era «Lo que el Viento Se Llevó» con sus ochenta años de haber sido filmada y en versión remasterizada a color. Como no cargaba dos dólares en efectivo y el vendedor no tenía vuelto para el billete de US$ 10 que llevaba conmigo, decidí pagarle en los devaluadísimos bolívares soberanos, lo que bondadosamente aceptó el cidicero. Para pagarle traté de usar los mecanismos bancarios electrónicos de que dispongo, pro después de varios intentos infructuosos para comunicarme con alguno de mis bancos, el señor Laureano -que así se llama el vendedor- me dejó marchar con mis películas, confiado en que yo le pagaría por transferencia desde mi computadora personal, lo que hice apenas llegue a casa y al instante llamé a Laureano para que supiera que su confianza no había sido defraudada.

 

Celebramos el éxito de la transferencia, y entre comentarios le pregunté si lo habían llamado Laureano por Vallenilla, el ministro de la dictadura perezjimenista; me respondió que sí porque su padre era militarista y admirador del gordito del Táchira. Esa revelación me llevó a preguntarle si él también era partidario de los gobiernos militares y respondió que no, que estaba desilusionado, que había votado por Chávez como tres veces, pero verlo convertir la esperanza de los venezolanos en un estercolero para alimentar un ego inflado y a un montón de militares corruptos que no les importa la destrucción del país y el desmontaje de instituciones que funcionaban en el país y que hacían que una persona sin mayores bienes de fortuna pudiera tener acceso a vivienda, salud, educación, recreación, buena nutrición y servicios aceptables, lo hizo abjurar del socialismo del siglo XXI. Continuó su letanía de quejas y la culminó con la revelación de que le fue expropiada una pequeña finca cerca de Caracas de la cual derivaba el sustento familiar. Se la entregaron a un colectivo que abandonó el proyecto que justificó la expropiación, lo que convirtió la otrora finca en un conuco en el que solo se cultivan quinchonchos para el sustento de los labriegos sin preparación que ocupan los terrenos.

 

No hablamos más ese día y quedé en volver a pasar para recoger una copia de El Cartero Llama Dos Veces y otra de El Evangelio según San Mateo de Pier Paolo Passolini. Luego decidí que la noche del sábado vería ¨Lo que el Viento Se Llevó”, pero otras cosas no me dejaron hacerlo hasta el lunes y la noche de ese día pasé tres horas y cincuenta y ocho minutos viendo la versión fílmica de la novela de Margaret Mitchell.

 

Confieso sin la menor vergüenza que no había visto la película, ni en el original en blanco y negro ni en la versión remasterizada a color, pero conociendo la trama me fue fácil llegar al final y ya sabía que la desdichada Scarlett no moriría de dolor y desengaño porque su corazón y su vida estaban empeñados en el rescate de Tara, la hacienda familiar, lo que le permitiría rehacer su vida al convertir nuevamente en productiva la explotación agrícola de la tierra que su familia explotó con tanto éxito y que solo la política y la ruina que causó la guerra de secesión de los Estados Unidos de América hizo que decayera.

 

Y entonces recordé a Laureano y a tantos otros como él que fueron privados de sus fincas y explotaciones agrícolas que surtían buena parte de la dieta del pueblo venezolano y la materia prima para la industria alimentaria que fabricaba productos cárnicos, cerealeros, lácteos, frutales, conservas, café, azúcar y pesquería que ahora no se producen en el país.

Los gobiernos chavistas encargaron las expropiaciones de las fincas a unos comisarios políticos que parecían patoteros armados y echaron de sus tierras a los propietarios que las hacían productivas, le entregaron las fincas a personas afecta al proyecto ruinoso del socialismo del siglo XXI con la consiguiente ruina y hasta muerte; recuerden a Franklin Brito, él era de los que mantenían a flote la producción agrícola y pecuaria de Venezuela.

 

Los gobiernos psuvecos encargaron del agro a unos ministros que eran comparables al caballo de Atila, que, según su dueño, donde pisaba no volvía a crecer la hierba.

 

Entre equinos y asnos antropomórficos la gente laboriosa del agro añora, como Scarlett, volver a su Tara, pero eso no será posible porque la intemperancia, intolerancia, fanatismo y exabruptos de los caballos de Atila no permiten el regreso de esas tierras a sus dueños pues bloquearon y desnaturalizaron todos los recursos en la Sala Social del Tribunal Supremo de Justicia, promoviendo la ocupación de tierras productivas por gente improductiva. Tampoco aprueban fórmulas mixtas que permitan la operación por empresas productivas que de paso eduquen a una nueva generación de operarios y promotores agrícolas. Lo importante para los hunos psuvecos es parecer progresistas aún a costa de arruinar más el campo y mantener lo que algunos llaman agricultura de puertos.

 

Por lo pronto Tara seguirá siendo un sueño si no buscamos soluciones políticas y técnicas para la ruina causada por los que expropiaron a Agro Isleña.

 

Caracas, 27 de agosto del 2020 pandémico.

 

 

 

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