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 Homenaje a Héctor Aguilar Camín en el Instituto Tecnológico de Monterrey, 8.10.2022

 

Buenas tardes, señoras y señores, desde Colonia, Alemania, donde cuando les hablo ya es noche cerrada. (Cerrada con c de Coyoacán, no con S de Sinaloa).

La verdad de la milanesa, como diría Cortázar, es que yo no tengo uñas para esta guitarra. Pienso que no soy la persona más idónea para hablar de la narrativa de Héctor Aguilar Camín puesto que sólo he leído cinco de sus doce novelas y uno solo de sus libros de cuentos. Pero sea: se me ha invitado a hablar de lo que sé, y de lo poco que sé sí puedo hablar y lo hago «con mucho gusto y fina voluntá», según diría mi abuela Remedios, la bella (y sabia). Además, sería una descortesía del  tamaño del Zócalo rehusar la invitación, y ser descortés en el país más Cortés de América Latina no lo ambiciono como mención en mi currículo.

Así pues, entremos en harina.

A Héctor lo conocí en Berlín en un mes de febrero del milenio pasado. Durante el festival de cine en la ciudad entonces todavía dividida por el muro, el escritor chileno Antonio Skármeta, quien vivía exiliado allí, fugitivo del régimen del felón Pinochet, daba todos los años una fiesta en su casa, a la que estaban invitados la farándula y los medios latinoamericanos presentes en la Berlinale, como le llaman al festival. Y desde aquel febrero del milenio pasado nuestra amistad se ha ido cimentando con el tiempo. Encontrarnos lo hemos hecho sólo aquella vez, y de nuevo en 1992, cuando México fue el centro de gravedad de la mayor feria del libro del mundo, la Buchmesse de Fráncfort, que no es como la de Monterrey y como prácticamente todas las demás, sino que es, en su mayor parte, una feria mercantil cuya mercancía son los derechos de autor. (Los verdaderos protagonistas, en Fráncfort, no son los libros ni sus autores, sino los agentes literarios). Y en el curso de esa edición de 1992 fue cuando, por fin, conocí en persona a Ángeles Mastretta.

Una vez hecha esta disgresión personal, me ocuparé ahora con alguna atención de tres de mis lecturas de libros de Héctor, y lo haré como los cangrejos, avanzando hacia atrás, igual que el protagonista de “Viaje a la semilla”, ese gran cuento de Alejo Carpentier. Así pues, iré retrocediendo desde Plagio, lo último suyo que he leído, hasta La guerra de Galio, lo primero suyo que leí.

La primera impresión que me quedó al terminar de leer Plagio es que pasa a integrar una lista no muy larga de novelas breves magistrales que existen en la narrativa en lengua española de Ultramar. Por mi cuenta son: Las amigas de Becky (de Rolando Hinojosa), La feria (de Juan José Arreola), Gringo viejo (de Carlos Fuentes), Concierto barroco (de Alejo Carpentier), El coronel no tiene quien le escriba (de García Márquez), La última escala del Tramp Steamer (de Álvaro Mutis), El lugar sin límites (de José Donoso) y El perseguidor (de Julio Cortázar). Hago la advertencia de que en esta lista, como en todo lo que escribo, sólo menciono libros que he leído. De repente hay otros que no he leído y que podrían alargar la lista (pienso en José Balza, de quien he leído poquísimo, pero en formato king size, y me late que en el formato breve también daría la talla).

Lo que más me gusta de Plagio es su estructura como de un maelstrom (palabra aprendida a mis 14 ó 15 años, leyendo Veinte mil lenguas de viaje submarino, y que no se me despinta), esto es, esa corriente subcutánea del texto en que va acelerándose vertiginosamente, anillo tras anillo, el desarrollo de los trece círculos de la trama. En ese sentido, el tratamiento del texto revela la misma maestría que la de García Márquez en Crónica de una muerte anunciada.

Uno se sienta a leer y no puede soltar el libro hasta que lo ha terminado. Es como con Tifón, de Conrad, como con La sonata a Kreutzer, de Tolstói, como con El honor perdido de Katharina Blum, de Heinrich Böll, para poner sólo tres ejemplos de novelas breves que no están escritas en español. Y doy por supuesto que un lector mexicano le sacará al libro infinitamente mucho más partido que aquí vuestro negro, como solía decir Mutis, porque de la intrahistoria literaria del país sólo sé de buena tinta la inquina que se profesaban Rulfo y aquél a quien llamaba “la Presencia Divina»·.

No me detengo en Adiós a los padres sino sólo para decir que me parece una formidable novela memorialista, digna hermana de El olvido que seremos, de mi otro Héctor amigo, el colombiano Héctor Abad Faciolince. Y hablaré ahora de La provincia perdida, que mi Héctor mexicano me dio a leer en su manuscrito, antes de entregarlo a la imprenta y desconociendo el hecho de que no soy lector de novelas históricas. (Confieso acá, coram populo, no haber leído ni El conde de Montecristo ni tampoco Los tres mosqueteros, para que me puedan mirar como a un bicho raro).

La narración de La provincia perdida se inicia valiéndose del viejo y siempre nuevo recurso de un legajo encontrado «en los archivos fantasmales de su maestro muerto», asevera en tercera persona Pedro Arenas, un “Historiador en Ciernes”.

Se trata de un legajo que contiene 45 cartas dirigidas a Su Excelencia, el presidente de una república tan fantasmal como los archivos susodichos. Unas cartas escritas por Avilán, el hombre de confianza de dicho presidente, emisario secreto enviado por él a la provincia de Malpaso –la provincia perdida del ambiguo título de esta novela–, para hacer valer en ella las leyes federales, revolucionarias y progresistas.

Y aquí detengo, casi, las referencias a la trama, porque parto de la base de que ustedes leyeron la novela cuando se publicó. Añadiré tan sólo que toda novela, todo libro en realidad, tiene o debe tener al menos dos lecturas, y a mí me pasó con este que lo leí la primera vez como si se tratase de una novela histórica algo especial, poco ortodoxa.  Confieso que me sorprendía, quizá porque casi todo lo ya leído de su autoría (o todo, sin casi) se juega en la contemporaneidad más contemporánea. Y continúo repitiendo ahora que la novela histórica, especial o no, ortodoxa o no, le va muy poco a mis gustos. Pero una vez metido en harina, al final esta novela me gustó, aun cuando las “contemporáneas” me habían gustado bastante más.

Para que no se me considere fundadamente más prejuicioso de lo que ya soy, diré que muchos pasajes del texto me cautivaron en esa primera lectura. Hay páginas imborrables, como las que se ocupan de la nómina de los animales que nunca fueron pasajeros del arca de Noé, y sobre todo, en mi estima personal, la descripción de un crepúsculo que me hizo recordar uno de los más inolvidables momentos, si es que no el mejor, del Cuarteto de  Alejandría de Lawrence Durrell (aquella página suya que inmortaliza la cacería de patos). Ese pasaje de La provincia perdida dice así:

«Cayó la tarde por los balcones de un crepúsculo absoluto. Un sol descendiente, rápido y redondo, inflamó una niebla roja, de arcilla microscópica: polvo del desierto encendido por la luz. Los pájaros, delirantes de trinos, se recogieron en un coloso oscuro, un ahuehuete; fueron callando conforme la luz se iba tras las nubes, anaranjadas antes, grises como acero ahora, con una cenefa de nácar en sus bordes. Hubo un eco de metales, rifles guardándose o cacerolas cayendo sobre los braseros para los guisos de la noche. Alguien cantaba débilmente, con una voz delgada, como la cinta en el pelo de una muchacha. El aire cambió, trajo un olor a leña nueva en viejos fogones de pueblo, el olor de la patria. Una muchacha rio la risa de quien burla, jugando, a su perseguidor, una risa que promete dejarse alcanzar. Un cuervo graznó, perentoriamente, se oyó una destemplada trompeta militar, y la luz se condensó un momento en su fijeza líquida de principios de la noche, como si el mundo se detuviera, conteniendo el aliento unos segundos sagrados, antes de una ejecución».

Hasta aquí las impresiones de la primera lectura. La segunda me hizo recordar la respuesta que le da Lizzy a su hermana Jane al preguntarle esta, en Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, una de mis novelas predilectas, cuándo fue que empezó a amar a Mr. Darcy. Diablilla como es, Lizzy responde: «Tal vez no siempre lo quise tanto como ahora. Pero en casos semejantes a este, una buena memoria es imperdonable». Realmente, imperdonable, añado por mi cuenta.

La provincia perdida ya no me parece más una novela histórica, ni especial ni poco ortodoxa, ni un jardín en el que internarme tijera en mano y poder expoliar un lindo ramillete, sino sencillamente un “cuento de hadas on the road”, de lo mejor que me ha sido dado leer en esos años. Tuve, de repente, la misma sensación que cuando vi por segunda vez ¡Viva María!, la mirífica película de Louis Malle, pues la primera vez, obsesionado como todos lo estábamos  por el recuerdo de El mundo del silencio, Ascensor para el cadalso, Los amantesZazie en el Metro, Vida privada y Fuego fatuo, nos habíamos permitido la farisaica neglidisplicencia de ningunearla, calificándola de concesión al público. Cuando se trata en realidad de uno de los mejores filmes de Malle, y el Tiempo se encargó de demostrarlo. En este caso sólo me resta la duda de no saber a cuál de las dos virgilias darle vivas: si a Bernarda o a Cahuantzi. Y en la duda ¡vivan las dos!

Otro paralelo se me impuso también en esa segunda lectura, el de una novela que tengo en gran aprecio: Sobre los acantilados de mármol, de Ernst Jünger, más bien cuento de terror que de hadas y más bien estática que “road”, pero igualmente preñada de símbolos e igualmente demostrativa de la pasión por el poder, y de su poder destructivo. Por supuesto, no hay entre ellas ni tramas ni situaciones que sean ni de lejos homologables, y estoy convencido de que Jünger –si viviese aún– y Aguilar Camín, ambos a una, rechazarían cualquier emparejamiento de sus dos novelas. Siempre quedará, sin embargo, el sugestivo paralelo de sus villanos: der Oberförster (el Superintendente Forestal) y el Gran Pastor. Cuyo común denominador sería el Führer.

Last but not least : Todas las comparaciones son odiosas, y sin embargo no debo dejar de señalar que el lector avisado tiene constantemente presente, durante la lectura de la novela El vuelo de la reina, del argentino Tomás Eloy Martínez, otra magistral de Héctor Aguilar Camín: La guerra de Galio. Conste que ambas no coinciden sino en algo que Tomás Eloy Martínez degrada más bien a subtema: la relación entre el poder político y la prensa. Y asimismo sin embargo hay que constatar que gran parte de la desilusión que nos produce El vuelo de la reina procede justamente de ese subtematizar lo que en manos de Tomás Eloy Martínez hubiera podido ser un gran tema. Él prefirió centrarse en una historia de amor y celos, y esta es tan banal como suelen serlo todas ellas, incluso aquellas que terminan a tiros. También es verdad que yo no veo por ahora ni en mucho tiempo el narrador con arrestos para echarse un pulso con La guerra de Galio y llegar a igualarla, ni que decir a superarla. Con ella sucede lo mismo que con el mítico salto de longitud de Bob Beamon en los Juegos Olímpicos de México de 1968, los previamente bautizados con sangre juvenil en la matanza todavía impune que Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría organizaron durante la noche triste de Tlatelolco. El salto de Bob Beamon (8,90 m. si la memoria no me falla) dejó imposible la disciplina, para él y sus competidores y sucesores, durante varias décadas. Así también con La guerra de Galio, publicada en 1991: El vuelo de la reina es un saltito que se queda muy atrás de la distancia soñada, y donde más que el aleteo de la soberana se percibe el zumbido de los zánganos. Dicho sea de paso, La guerra de Galio se inicia con una advertencia que también podría haber hecho suya Tomás Eloy Martinez: «Todos los personajes de esta novela, incluyendo los reales, son imaginarios».

Una última observación atañe a la protagonista Reina, depositaria de amplios saberes sobre evangelios apócrifos. En el curso de una investigación sobre un crimen muy parecido a otro elaborado literariamente por don Jorge Luis en un cuento de El informe de Brodie, Reina “lamentó que Borges empobreciera la realidad”. No me queda muy claro si este juicio es de Reina misma o de Tomás Eloy Martínez, o de ambos. Mas ello no hace al caso: la realidad empobrecida por Borges me parece harto más rica que la que nos propone esta novela.

No quiero terminar esta fonencia (como yo las llamo) sin mencionar que la familia de Héctor se abrió paso en mi libro Los mejores fandangos de la lengua castellana, donde debo explicar que el fandango del título se refiere al del cante flamenco, y en especial al fandango por antonomasia, el de Huelva, la tierra donde nací. El primero en abrirse paso fue el dedicado al propio Héctor y que dice así:

Entren otros en la Historia

con incienso y bajo palio.

Yo me reservo una gloria

de inmarchitable memoria:

gané la guerra de Galio.

 

El segundo fue el dedicado a Luis Miguel Aguilar:

La cifra de las coyundas

que hubieron Paris y Helena

no la olvido para nada,

y pasa de la centena:

otra cuenta de la Iliada.

 

Y el tercero no en discordia sino concordia, es el de Ángeles Mastretta:

Víctima de esta pasión

mi vida se hizo pedazos

e imploro tu compasión:

arráncame el corazón

o implántame un marcapasos.

 

Muchas gracias.

 

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