Honrar la Corona
Isabel II tuvo a su favor unos jefes del Ejecutivo sensatos, que jamás habrían pactado con los enemigos del Reino Unido
Lejos de ser un privilegio, ceñirse una corona constituye una carga abrumadora. Algunas personas se muestran capaces de asumirla y otras no. A lo largo de los siglos y la geografía hemos conocido monarcas excepcionales, buenos, mediocres o penosos, exactamente igual que presidentes de república. El modelo de Estado de una nación no prefigura en modo alguno la aptitud de su jefatura ni mucho menos la calidad de su democracia. A diferencia de lo que sostienen nuestros separatistas, evidentemente interesados en deshacerse del máximo garante de la unidad nacional, y nuestra izquierda patria, cada vez más escorada hacia el extremismo populista, el hecho de elegir en las urnas al primer mandatario de un país dista de suponer un beneficio en términos de libertades y buen gobierno. Es verdad que brinda al pueblo la posibilidad de prescindir del escogido una vez terminado su mandato, si este no cumple con las expectativas, pero no lo es menos que en general, y desde luego en la experiencia española, encumbra a personajes alineados con un determinado partido, lo que inevitablemente provoca división, paso previo al enfrentamiento. La monarquía parlamentaria, por el contrario, ofrece la ventaja sustancial de garantizar la imparcialidad política de quien se sitúa en el vértice del poder institucional, educado desde la infancia para desempeñar su función con la responsabilidad y dedicación requeridas.
Escribo en masculino genérico, tal como dicta nuestra gramática despojada de ideología de género, aunque si alguien en nuestro tiempo ha encarnado las virtudes de un gran soberano ha sido sin duda Isabel II, Reina del Reino Unido e Irlanda del Norte. Ocupó el trono durante siete décadas anteponiendo siempre las obligaciones al placer e incluso a las emociones. Se marchó sin que supiéramos a quién habría votado en caso de poder hacerlo, dado que el mero hecho de sembrar esa sospecha habría traicionado la escrupulosa neutralidad que le inculcaron desde niña. Murió con las botas puestas tras recibir, gravemente enferma, a la decimoquinta primera ministra a la que daba la bienvenida. Se ganó el amor de un pueblo que hoy la llora mayoritariamente, al margen de simpatías partidistas. Claro que también tuvo a su favor unos jefes del Ejecutivo sensatos, que jamás habrían pactado con los enemigos del Reino Unido, tal como hace Pedro Sánchez asociándose a ERC y Bildu. En el 10 de Downing Street nadie trabajó nunca en contra de la soberana. Desde La Moncloa se alienta abiertamente el republicanismo.
Isabel II deja una impronta irrepetible en la historia, que Felipe VI ha plasmado en su mensaje de condolencia: «Su sentido del deber, compromiso y toda una vida dedicada al servicio del pueblo del Reino Unido e Irlanda del Norte fue un ejemplo para todos nosotros y permanecerá como un legado sólido y valioso para las generaciones futuras». También él está decidido a honrar la corona que porta.