Ian Buruma: Seguir siendo decente en una sociedad indecente
Cuando las sociedades indecentes utilizan sus instituciones para humillar a las personas, ¿pueden los ciudadanos conservar la decencia? Ejemplos extremos, como la Alemania nazi y la URSS estalinista, ofrecen luces sobre lo difícil y ambigua que puede resultar la respuesta. Y, no obstante, en Estados todavía democráticos, lo único que no podemos hacer es resignarnos a obedecer.

Crecer, como fue mi caso, en un país que había estado bajo la ocupación nazi menos de una década antes de que yo naciera significaba tener claro quiénes habían sido los buenos y quiénes los malos. En La Haya, donde yo vivía, nos negábamos a comprar dulces a un tendero local porque la mujer que trabajaba tras el mostrador tuvo una vez un novio del ejército alemán de ocupación. Habíamos descartado también la carnicería a la vuelta de la esquina, porque se decía que el dueño había sido un colaboracionista nazi. La mayoría de nuestros maestros de primaria habían estado del lado de los ángeles, desde luego –o eso decían–. Este había sido un valiente de la resistencia por haber mandado del lado equivocado a unos soldados alemanes que pedían indicaciones. Ese otro había ponchado las llantas de un vehículo del ejército alemán.
Hayan o no sido verdad esas presunciones y rumores, el criterio moral con el que crecimos era determinar si una persona había sido colaboracionista o de la resistencia. Nos tomó algún tiempo darnos cuenta de que la gente que había colaborado voluntariamente, o resistido activamente, era una minoría –menos del 10% en ambos casos, y hubo muchas más personas colaborando que resistiendo–. La mayoría había mantenido la cabeza gacha y tratado de sobrevivir lo mejor que había podido. Si cosas desagradables les ocurrían a otros, a los judíos en particular, era más cómodo mirar a otro lado. Así uno podía fingir que no sabía.
A los que nacimos después de la guerra nos era fácil juzgar con dureza esta conducta. Pero habría sido más sabio atender las palabras de Anthony Eden, el primer ministro británico, en La tristeza y la piedad, la gran película de Marcel Ophüls sobre la colaboración francesa. En un perfecto francés, dijo que no pretendía dar un juicio moral sobre cómo los franceses habían tratado a los colaboracionistas, puesto que no había tenido él mismo la mala fortuna de vivir bajo una brutal ocupación.
Pero incluso si uno aprende a ser más cauto a la hora de juzgar a los demás, las experiencias de la Segunda Guerra Mundial siguen arrojando una oscura sombra y no es posible esquivar las cuestiones morales, especialmente ahora que vivimos de nueva cuenta en tiempos de autocracia, persecución y violencia en ascenso, autorizados por los dirigentes más poderosos del mundo. Preguntarse si la gente puede clasificarse como héroes o villanos me interesa menos que si una persona puede seguir siendo decente en una sociedad indecente. Fuera de unirse a la resistencia, lo cual pone nuestra propia vida y la de otros en riesgo, ¿es acaso posible permanecer incorrupto ante un régimen criminal?
El filósofo israelí Avishai Margalit, en su soberbio libro La sociedad decente, definió de manera concisa lo que constituye una sociedad indecente. En su opinión, una sociedad indecente ha diseñado sus instituciones oficiales para humillar a gente, con frecuencia una minoría. Una sociedad decente no es exactamente lo mismo que una sociedad civilizada. En palabras de Margalit, “una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan unos a otros, mientras que una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas”.
Desde luego que una sociedad regida por nazis, o estalinistas, o maoístas, u otros gobernantes que aspiran al control totalitario, es más que solo indecente. Mientras uno pueda expresar sus opiniones críticas sin que lo asesinen o encarcelen, es posible seguir siendo decente. Los verdaderos dilemas morales comienzan cuando el sustento de una persona, o incluso su propia vida, depende de si está dispuesta a cooperar con un Estado indecente. Donde no hay opción, el dilema es menor.
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Una opción que consideran las personas en una dictadura dada a la humillación, o algo peor, es si se quedan o se van. No todos tienen este lujo, desde luego. Mudarse a otro país es siempre difícil, y para mucha gente impensable. La mayoría de los países no te dejará permanecer sin dinero, documentos, perspectivas laborales, conocimiento de otras lenguas, etcétera. La gente que trata de huir de todos modos termina con frecuencia muerta, o en campos de confinamiento en condiciones atroces. Y todo esto depende de si se te permite salir, en primer lugar. Se hizo todo lo posible para que a los judíos les resultara extremadamente difícil abandonar la Alemania nazi en la década de 1930. Una vez que los alemanes ocuparon la mayor parte de Europa, se volvió francamente imposible. Menos de una década después, la Cortina de Hierro, que no era solo una metáfora, estaba diseñada para impedir que la gente dejara los Estados comunistas.
Estas son las cuestiones prácticas. Pero si asumimos que una persona es famosa, o rica, o lo suficientemente bien conectada para poder salir, hay también una cuestión moral. En el caso de la Alemania nazi, pero también de la Unión Soviética, China, Rusia, o cualquier país bajo una dictadura, invariablemente se abre una grieta entre los que se van y los que, por la razón que sea, eligen quedarse. Thomas Mann, hostil hacia los nazis y casado con una judía, huyó de Alemania tan pronto Hitler llegó al poder en 1933, primero a Suiza, después a Estados Unidos. Cuando se enteró del terrorífico alcance de los crímenes nazis, Mann dijo en la radio de la BBC que “todo lo alemán, todo aquel que habla alemán, escribe en alemán, ha vivido en Alemania [las cursivas son mías], está implicado en este deshonroso desenmascaramiento”. Enseguida declaró que todos los libros publicados en el Tercer Reich apestaban a “sangre y vergüenza” y deberían ser triturados.
Esto no fue bien recibido entre los escritores que permanecieron en Alemania sin aliarse al nazismo, que ante sí mismos procuraron seguir siendo decentes. El novelista Frank Thiess tomó como algo personal la crítica de Mann. Respondió acuñando la expresión “emigración interna”. Vivir los tiempos más oscuros en el propio país y protegerse del Estado criminal refugiándose en los pensamientos privados era seguramente más heroico, argumentó, que aleccionar a sus compatriotas desde la comodidad del exilio californiano.
Las políticas de terror de Vladímir Putin en Rusia han creado un conflicto similar. Centenares de miles de rusos han salido del país: algunos, como Thomas Mann en 1933, porque hubieran sido arrestados si se quedaban; otros porque consideraban intolerable vivir bajo el gobierno autocrático y beligerante de Putin, y otros más para evitar verse comprometidos por él. El director de cine Kiril Serébrennikov, por ejemplo, quiso permanecer en Rusia a pesar del continuo acoso del gobierno. Pero el ataque contra Ucrania fue la gota que derramó el vaso. “Libran esta guerra un presidente y políticos por los que no voté”, dijo, “pero, a ojos de muchos, yo soy su cómplice involuntario”.
El campeón de ajedrez y activista político Gari Kaspárov, que salió de Rusia en 2013, declaró que los rusos que quieren estar “del lado correcto de la historia deben hacer sus maletas y dejar el país”. Los que no lo hacen, aseguró, “son parte de la maquinaria de guerra”. Y, sin embargo, algunos de los que optaron por quedarse son sin lugar a dudas gente decente. El periodista Dmitri Murátov ganó el Premio Nobel de la Paz en 2021 por intentar defender la libertad de expresión en Rusia. Ha criticado abiertamente la guerra de Putin. Su periódico, Nóvaya Gazeta, ahora se publica en línea desde otro país, pero él se niega a abandonar Moscú, donde algunos de sus anteriores colegas siguen viviendo: “Trabajaremos aquí hasta que el frío cañón de un arma toque nuestras frentes ardientes.”
Un personaje como Murátov probablemente no hubiera sobrevivido en la Alemania nazi. Como mínimo lo hubieran forzado al silencio. La emigración interna, no obstante, puede tomar diferentes formas. Algunos escritores y artistas siguen trabajando, intentando a la vez no ser herramientas de la propaganda. Muy pocos japoneses abandonaron su país cuando lo gobernaron autócratas militares que desataban guerras en toda Asia en las décadas de 1930 y 1940. Era difícil para la mayoría de los japoneses imaginar el exilio. Algunos escritores, como Kafū Nagai, se negaron a publicar durante la guerra. Otros evitaron ser propagandistas concentrándose en temas históricos u ofreciendo entretenimientos inocuos. En 1941 el gran director de cine Kenji Mizoguchi hizo Los 47 ronin, una larga película sobre la leyenda de un famoso samurái. Podía interpretarse como un trabajo patriótico, pero no respaldaba al régimen ultranacionalista.
Varios artistas famosos que siguieron trabajando en la Alemania nazi sostuvieron que la alta cultura clásica los elevaba sobre la naturaleza criminal del gobierno de Hitler. El actor Gustaf Gründgens dirigió encantado el Teatro del Estado Prusiano bajo los auspicios de Hermann Göring. Presentó ahí los clásicos alemanes con la convicción –argumentó después– de que su teatro era una especie de oasis separado de los terrores del Estado nazi. Wilhelm Furtwängler, acaso el mayor director de orquesta de su tiempo, fácilmente hubiera podido salir de Alemania después de 1933. Se negó a hacerlo por la misma razón que Thomas Mann eligió el exilio. Mann declaraba que la alta cultura alemana iba adonde él fuera. El exilio era la única manera honrosa de mantenerla viva. Furtwängler igualmente se veía a sí mismo como el guardián de la alta cultura, pero pensaba que su arte se marchitaría fuera de su país natal. En respuesta a la crítica de Arturo Toscanini (“Todo aquel que dirige una orquesta en el Tercer Reich es un nazi”), Furtwängler declaró: “Personalmente pienso que para los músicos no hay países esclavizados o libres. Los seres humanos son libres donde quiera que se interpreten Wagner y Beethoven, y, si no son libres inicialmente, son liberados mientras escuchan esas obras. La música los transporta a regiones donde la Gestapo no puede hacerles daño.”
Esto era sorprendentemente ingenuo, y más que un poco autojustificatorio, pero ¿era indecente? ¿Comprometió a Furtwängler? Dado que Joseph Goebbels tenía la intención de enaltecer la alta cultura alemana, e incluso las diversiones populares, para demostrar la naturaleza civilizada del Tercer Reich, uno podría decir que quien lo asistiera en esta empresa era cómplice. Furtwängler se negó a ser un miembro del partido, a diferencia de, por ejemplo, Herbert von Karajan, que tenía un rango como SS, y protegió a algunos músicos judíos. Continuó siendo un hombre decente, pero lo forzaron a dirigir en el cumpleaños de Hitler, y su trabajo ciertamente fortaleció la pretensión de que la cultura bajo los nazis seguía floreciente.
El caso de Erich Kästner fue aún más complicado. No era solamente el autor de Emilio y los detectives, un celebrado libro infantil que apareció en 1928, sino también de una novela antinazi, Fabian. La historia de un moralista, de 1932. Sus libros fueron arrojados al fuego durante la famosa quema de 1933. A Kästner, que detestaba a los nazis, le prohibieron publicar. Pero estaba convencido de permanecer en Berlín; se negó a dejar que los nazis lo sacaran de su propio país. Y no quería dejar a su madre, por quien tenía devoción. Un hombre bueno, sin duda. Sin embargo, necesitaba trabajar. Cuando le pidieron escribir, bajo pseudónimo, un guion cinematográfico para el estudio UFA, aceptó con prontitud. Münchhausen, estrenada en 1943, no es una película de propaganda sino una interpretación brillante del cuento del barón von Münchhausen, el escritor de literatura fantástica del siglo XVIII. Goebbels quería que la película fuese más fastuosa, más lograda y técnicamente más brillante que cualquier cosa producida en Hollywood. Filmada en glorioso Agfacolor, la protagonizaban muchos de los principales actores de cine que aún quedaban en Alemania. No solo no contenía ningún indicio de propaganda nazi; Kästner logró incluso colar algunos parlamentos que podrían interpretarse, si se prestaba atención, como pullas contra los nazis. En una escena, un mago malvado, que rezuma malicia, sugiere a Münchhausen que invadir Polonia les daría un poder sin precedentes. Cuando Hitler supo quién había escrito el guion, estalló en furia y se aseguró de que Kästner no volviera a trabajar.
Y sin embargo, Kästner, como Furtwängler, había cooperado con Goebbels en su objetivo de pulir la imagen del Tercer Reich con arte elevado y entretenimiento. Esto no lo convirtió en un activo colaborador nazi. Uno puede disculpar su comportamiento, incluso si es difícil de justificar, pero sí se vio comprometido.
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Si esto era cierto en el caso de los artistas alemanes que eran gente decente, incluso hostiles a los nazis, ¿qué pensar de los artistas y comediantes franceses que siguieron trabajando bajo la ocupación francesa? Sartre publicó libros y montó obras de teatro. Dior diseñó vestidos, Mistinguett cantó canciones, Henri-Georges Clouzot hizo (algunas muy buenas) películas, y así sucesivamente. Su principal excusa para actuar así no era distinta de la de Furtwängler: querían demostrar que la cultura francesa seguía viva, a pesar de la humillante ocupación nazi. De hecho, era un motivo de orgullo. Algunos incluso lo vieron como un signo tácito de resistencia.
Pero no todos. Jean Guéhenno era un profesor y un crítico literario muy estimado. En lugar de someterse a la censura nazi, decidió que el silencio era la única respuesta digna para un escritor francés. Explicó sus razones en el invaluable diario que mantuvo durante los años de la ocupación, que se publicó como Journal des années noires (Diario de los años oscuros). Escribió: “¿Qué pensar de los escritores franceses que, para permanecer del buen lado de las autoridades de ocupación, deciden escribir sobre cualquier cosa salvo la única en la que todos los franceses piensan; o peor aún, que por cobardía fortalecen el plan que tienen los ocupantes de que parezca que todo en Francia sigue como antes?”
El diario de Guéhenno es sabio, agudo y mordaz respecto de sus colegas escritores, incluidos algunos muy famosos, como Paul Valéry y Henry de Montherlant. “Incapaz de estar escondido por mucho tiempo”, escribe, este tipo de figura literaria “vendería su alma solo para mantener su nombre impreso”. Desde luego que Valéry no escribió poemas propagandísticos, pero se mantenía a salvo limitándose a temas mitológicos para entretener a sus lectores. Aun así, escribe Guéhenno, “si todo lo que puedes hacer es divertirnos, simplemente cállate”.
Semejante posición era más difícil de sostener por quienes dependían de su pluma o su arte para ganarse la vida. Guéhenno todavía podía dar clases en un liceo. Pero tenía sentido hacerlo en un país bajo una ocupación extranjera francamente indecente. En un Estado totalitario, ni siquiera la opción de permanecer callado está abierta a la gente. Cuando el presidente Mao gobernaba China, se hacía todo para que todos fuesen cómplices de los crímenes del Estado. Se forzaba a las personas a participar en campañas asesinas contra “derechistas”, “desviacionistas”, “revisionistas burgueses” y otros “enemigos de clase”. Durante la Revolución Cultural, muchos chinos fueron perpetradores y víctimas de la terrible violencia, según soplara el viento. Para los artistas, intelectuales y escritores, callarse no era una opción: estaban forzados a encomiar la infinita sabiduría de Mao y ensalzar la línea del partido. Escritores que incluso en esas circunstancias trataron de seguir siendo decentes y no comprometerse terminaron a menudo asesinados. Uno de los grandes escritores chinos del siglo XX, Lao She, que se negó a escribir propaganda, fue torturado hasta la muerte (lo llamaron suicidio) durante la Revolución Cultural en tanto supuesto “contrarrevolucionario”. Haber sido un Erich Kästner, no se diga un Jean Guéhenno, en la China de Mao hubiera sido imposible.
Stalin, por quien Mao sentía mucha admiración, podía ser igual de asesino. La humillación deliberada de ciertas categorías de gente, incluidos los judíos en determinados periodos, hacía de la Unión Soviética bajo Stalin un Estado claramente indecente. Hay, sin embargo, ejemplos de figuras públicas que a pesar de todo se mantuvieron decentes, pero casi nunca sin comprometerse en cierta medida, si querían sobrevivir.
Dmitri Shostakóvich no hubiera podido componer su música bajo Mao. (El pianista y compositor chino Liu Shikun fue encarcelado por ocho años en 1967 por haber interpretado música clásica occidental; para los guardias fue especialmente placentero golpear sus brazos y sus manos.) De hecho, Shostakóvich podría fácilmente haber desaparecido en el gulag en diferentes momentos de su vida. Fue denunciado en 1936, después de que Stalin se salió de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk. Cuando Pravda lo acusó de componer “caos en vez de música” y de traicionar el “arte soviético”, sus amigos lo abandonaron y sus antiguos admiradores apilaron acusaciones con rapidez. Fue arrastrado a los cuarteles generales del NKVD, la “Casa Grande”, un año después, donde fue interrogado y presionado para que denunciara a un amigo cercano. Solo el suceso afortunado del súbito arresto de su propio interrogador salvó al compositor.
En 1948, Shostakóvich fue una de las víctimas de un decreto contra “la degeneración burguesa”. Su música recibió ataques por su formalismo. Otra vez, muchos antiguos amigos y colegas, por miedo a verse relacionados, se volvieron en su contra. Lo forzaron a arrepentirse de sus pecados estéticos y políticos. Cancelaron sus puestos de enseñanza y consideró el suicidio. Para enmendarse y alimentar a su familia, prometió que en adelante solo compondría música para el Pueblo, y escribió música para películas de propaganda y odas que alabaran a Stalin.
Y sin embargo, a pesar de las amenazas contra su vida y sustento, Shostakóvich también siguió componiendo música seria y siguió siendo un hombre decente. Hay muchos casos de valentía y amabilidad personal, registrados en el libro de Elizabeth Wilson Shostakovich. A life remembered. Shostakóvich protegió a un joven músico llamado Isaac Schwartz, cuyos padres habían caído bajo arresto como “enemigos del pueblo”. El compositor incluso pagó en secreto su educación. En la cúspide de la campaña antiformalista, su conservatorio ordenó a Schwartz denunciar públicamente a Shostakóvich como un mal maestro. Se negó a hacerlo. Cuando Shostakóvich se enteró, quedó conmovido, pero le dijo a Schwartz que nunca debió tomar semejante riesgo; tenía que considerar a su esposa e hijos pequeños. “Si me critican, pues déjalos criticarme, es mi asunto.” Cuando Stalin se lanzó contra los judíos para purgar la vida pública de “sionistas” y “cosmopolitas sin raíces” a fines de la década de 1940, Shostakóvich defendió a los músicos judíos y compuso un ciclo de canciones judías, denominado De la poesía popular judía, que solo pudo estrenarse después de la muerte de Stalin.
Shostakóvich probablemente hubiera podido salir de la Unión Soviética en algún momento, pero eligió quedarse. Sabía que, con el fin de sobrevivir y seguir componiendo –incluso si algunas de sus piezas no podrían ejecutarse en aquel momento–, debía asumir ciertos compromisos. Por eso aceptó realizar algunos trabajos menores para tranquilizar a Stalin. A ojos de los artistas rusos que habían podido vivir fuera, como Ígor Stravinski, esos pequeños compromisos lo manchaban. Esto culminó en uno de los episodios más humillantes en la vida del compositor.
En 1949, apenas un año después de que lo denunciaran como “formalista”, Stalin envió a Shostakóvich a Nueva York, a representar a la Unión Soviética en el Congreso Mundial por la Paz. Temblando de nervios, encendiendo un cigarro tras otro, tuvo que leer una declaración preparada en la que criticaba a compositores como Stravinski y Schönberg (a los cuales de hecho admiraba) por su complicidad con la cultura occidental burguesa decadente. También lo forzaron a expresar su gratitud hacia el Partido Comunista por corregir sus propios errores. Esta lamentable exhibición era un castigo destinado a humillar a Shostakóvich en público.
Pero la grieta entre aquellos que permanecieron en la Unión Soviética y los rusos que vivían fuera quedó dolorosamente expuesta cuando le pidieron a Stravinski firmar un telegrama para dar la bienvenida a Shostakóvich y otros artistas a Estados Unidos. Respondió que estaba imposibilitado para “unirse a la bienvenida de los artistas soviéticos” dado que todas sus convicciones éticas y estéticas se oponían a semejante gesto. También rechazó una invitación para debatir en público con Shostakóvich, para alivio de este con seguridad. Stravinski declaró: “¿Cómo puedes hablarles? No son libres. No hay posibilidad de una discusión pública con gente que no es libre.” Decir que Stravinski tenía razón no es decir que Shostakóvich fuese indecente. Pero sí señalaría los compromisos que una persona tenía que aceptar si elegía (mientras hubiese al menos esa opción) vivir bajo una dictadura brutal.
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La Unión Soviética de Stalin y la China de Mao son ejemplos extremos de opresión. En ambos países, lo mismo que en Estados comunistas periféricos, hubo periodos en los que escritores y artistas pudieron producir arte serio, no manchado de propaganda oficial, pero con frecuencia debieron hacerlo del modo en que Erich Kästner escribió el guion de Münchhausen: con sugerencias subversivas que requerían una lectura entre líneas. Durante la Primavera de Praga en la década de 1960, los escritores y cineastas checoslovacos casi no necesitaron hacer eso. Pero una vez que los tanques soviéticos y alemanes del Este aplastaron su relativa libertad, la misma cuestión surgió ahí también: quedarse –y someterse a las indignidades de las denuncias públicas y la censura– o partir.
Otra vez, la opción de irse era solo para unos pocos, y cruzar la Cortina de Hierro era riesgoso. Pero aquellos que dieron el salto hacia una mayor libertad en Occidente debieron todavía ganarse la vida en países extraños y no siempre hospitalarios. Milan Kundera triunfó en París, pero muchos de los que permanecieron en su país le guardaron rencor. Entre los grandes cineastas checos, Jirí Menzel optó por quedarse, pero pagó el costo de que su trabajo fuese prohibido o bajara en calidad. Nunca volvió a hacer algo tan bueno como Trenes rigurosamente vigilados.
Miloš Forman e Ivan Passer lograron llegar a Estados Unidos. Forman de algún modo pudo seguir realizando películas maravillosas dentro del sistema hollywoodense. La sátira en algunos de sus trabajos estadounidenses (Juventud sin esperanza, Atrapado sin salida, Larry Flint: el nombre del escándalo) es tan mordaz como la de sus películas checas. Fue un sobreviviente en ambos lados de la Cortina de Hierro. Pero operar dentro de la industria del entretenimiento estadounidense impone sus propios compromisos, que tienen menos que ver con la decencia relativa que con las exigencias del mercado. Frecuentemente le preguntaban a Forman al respecto. Su respuesta siempre fue que prefería las restricciones comerciales a la censura política. Había salido de su país porque, a su parecer, el comunismo “humilla tu orgullo porque te fuerza a doblar voluntariamente la espalda”. Si hubiera permanecido en Praga, habría tenido que renunciar a hacer películas, o conformarse y “cagar directo en mi boca”. En Hollywood, dijo, “financiar lo que la ‘gente del dinero’ considera no comercial puede ser un problema, pero no es una prohibición”. Comparaba vivir en una sociedad comunista con ser mantenido en un zoológico. Te dan de comer pero estás encerrado en una jaula. Estados Unidos era más como una jungla: “Eres libre de ir adonde quieras, pero todo el mundo allá fuera está tratando de matarte.” Queda claro cuál opción prefería. Pero también la conformidad comercial tiene un precio, como reconoció Passer, quien tuvo menos éxito en Estados Unidos que Forman. Passer dijo alguna vez que solamente él pudo haber hecho sus películas checas de la década de 1960, mientras que cualquier director de estudio competente podía haber hecho sus películas del periodo estadounidense.
Una pregunta válida es si una sociedad autoritaria, comunista o de derecha, es siempre indecente. No todas humillan o persiguen a minorías. Forman argumentaría que los gobiernos comunistas humillaban a todos sus ciudadanos al forzarlos a someterse, no solo física sino mentalmente. Václav Havel, en su famoso ensayo sobre “vivir en la verdad”, escribió acerca de cómo la gente tenía que repetir las mentiras oficiales sabiendo perfectamente bien que lo eran: “Nos enfermamos moralmente, porque nos acostumbramos a decir algo distinto de lo que pensábamos.” La única ventaja relativa de vivir en una dictadura de derecha o militar es que una persona tiene mayores posibilidades de permanecer callada.
La humillación de tener que repetir falsedades afecta a figuras públicas tales como escritores y artistas más que al ciudadano común. Pero la complicidad que se suele forzar sobre la gente afecta a todos. Uno de los ejemplos más perversos de opresión comunista en Europa fue la República Democrática Alemana –perversa porque muchos de los refugiados del Reich de Hitler veían la RDA como la Alemania buena, la Alemania antifascista–. No muchos escritores judíos alemanes regresaron a la mitad occidental democrática de Alemania. Alfred Döblin fue un caso inusual, y nunca se sintió en casa ahí. No pocos judíos regresaron a la RDA; Stephan Hermlin y Stefan Heym son los ejemplos más conocidos.
Pero aunque muchos antiguos nazis siguieron prosperando en Occidente, a veces en altas posiciones, el Este replicó algunos de los métodos opresivos del Tercer Reich. La policía secreta de Alemania del Este, la Stasi, estaba más presente en la vida diaria que lo que la Gestapo lo había estado. No obstante, la RDA carecía de campos de exterminio y toda su retórica giraba en torno a la igualdad, la hermandad y la paz mundial. Se evitaba la brutalidad estatal flagrante, a menos que fuese estrictamente necesaria, por ejemplo con quienes intentaban escapar saltando el muro. Pero era común que la Stasi detuviera gente para interrogarla. La conversación podía derivar a los hijos de la persona, que querían ir a una buena escuela. Esto podía arreglarse, desde luego, pero a cambio de que el interrogado se presentara con regularidad para informar qué decían sus amigos sobre el Estado. Tras aceptar, la persona decente se volvería indecente, denunciaría a amigos e incluso a gente cercana a su familia.
El caso de Heiner Müller, el famoso dramaturgo, muestra cómo esto podía ocurrirles a los mejores. Nació en 1929. Su padre fue un socialdemócrata y los nazis lo encerraron por un tiempo en un campo de concentración. Pero Müller se unió a las Juventudes Hitlerianas, como la mayoría de los muchachos de su edad. Después de la guerra, la familia vivió en la Alemania ocupada por la Unión Soviética. Eran socialistas, pero en 1951 los padres y el hermano menor de Müller decidieron trasladarse a Occidente, donde había mayor libertad, cuando aún era fácil hacerlo. Müller permaneció en Berlín Este y se volvió un escritor famoso. Pero tuvo frecuentes problemas con el partido. A veces prohibían sus obras de teatro. Protestó contra la opresión y la emigración forzada de los disidentes. Y sin embargo permaneció leal a la RDA, a la que consideraba la mejor Alemania, la antifascista.
En todos los sentidos, Müller era un hombre decente. Luego, después de la caída del Estado comunista en 1989, se hallaron documentos en los archivos de la Stasi que sugerían que Müller había sido un informante secreto desde 1979, y que incluso había estado posiblemente vinculado a la denuncia de un colega escritor. Müller contestó que nunca había firmado documento alguno ni entregado ningún escrito, pero admitió haber sido ingenuo al no darse cuenta de que sus conversaciones con agentes de la Stasi lo clasificarían como un “informante informal”. Tal vez fue ingenuo. Tal vez fue coaccionado por razones personales. Aquí también debe tomarse en cuenta el rechazo de Anthony Eden a la rectitud no merecida. Pero el caso al menos muestra lo difícil que es lidiar con las presiones de un Estado indecente.
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Todos los ejemplos descritos se refieren a la conducta de gente en sociedades donde la libertad de expresión está severamente restringida o no existe. ¿Qué ocurre con un Estado indecente que todavía conserva libertades que los ciudadanos de las democracias liberales dan por sentadas, como las elecciones libres, la libertad de prensa y un grado de independencia judicial? Consideremos dos países en nuestra época. No serán los únicos ejemplos, pero ahora mismo son los más prominentes: Israel y Estados Unidos. Bajo el gobierno de Benjamín Netanyahu, Israel, aunque sigue siendo un Estado democrático, ha adoptado la definición de Avishai Margalit sobre la indecencia, según la cual las instituciones oficiales desarrollan políticas para humillar a las personas y las minorías. Su gabinete incluye a gente cuyas opiniones sobre los palestinos son violentamente hostiles. El ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, ha sido condenado numerosas veces por incitar el odio racial. Matar a más de cuarenta mil personas en Gaza como represalia por la terrible violencia contra los judíos el 7 de octubre de 2023 fue menos una consecuencia inevitable de la guerra que un acto de venganza brutal. Los palestinos que viven en Cisjordania han sido sometidos por muchas décadas a una humillación institucional. Decir que atrocidades peores están ocurriendo en Sudán o en el Congo oriental no viene a cuento, precisamente porque Israel es todavía una democracia.
Como consecuencia, muchos israelíes han abandonado su país. Sin embargo, sería muy equivocado sostener, como algunos comentaristas han hecho, que los que se quedan son por lo mismo cómplices de los crímenes del Estado, porque aún es posible ser un israelí decente. Uno de ellos es el novelista David Grossman. Su ficción y sus escritos políticos son obras de gran humanismo. Ha protestado enérgicamente contra las políticas crueles y degradantes de su propio gobierno contra la población palestina. Con regularidad denuncia los abusos oficiales. Sigue no obstante viviendo en su casa, donde siente que pertenece. A pesar de todos sus defectos, continúa creyendo que su país, fundado por sobrevivientes del asesinato y la persecución masivos, tiene derecho a existir y a defenderse. Esta no es una posición indecente. Sin embargo, ciertos “antisionistas” fuera de Israel lo han acusado de ser un apologista del genocidio. Cuando los ciudadanos todavía pueden hablar libremente, incluso si tal vez tengan que aguantar la ira de su gobierno y de algunos de sus compatriotas, deberían ser honrados por alzar sus voces críticas, y no ser juzgados culpables por asociación.
La administración de Trump en Estados Unidos está haciendo todo lo posible para construir un Estado indecente. El presidente mismo insulta a los inmigrantes, a quienes su gobierno amenaza con arrestos y deportaciones. Ya han encarcelado a algunos residentes permanentes por expresar puntos de vista que el gobierno desaprueba; protestar contra la guerra israelí en Gaza puede ser razón suficiente. Llaman “criminales” y destruyen agencias gubernamentales de las que dependen para su salud e incluso sus vidas gran cantidad de personas. Minan sistemáticamente el dictamen de “vivir en la verdad” de Havel, cuando exigen que hombres y mujeres en altos puestos gubernamentales repitan mentiras: la elección de 2020 fue “amañada”, los sublevados del Capitolio eran “patriotas”. Dañan la independencia del poder judicial cuando nombran aduladores que prometen perseguir a los opositores políticos del presidente. Denuncian a periodistas como “enemigos del pueblo”.
Pero el Estado indecente de Estados Unidos aún no es una dictadura. La prensa todavía tiene la libertad de informar y de publicar opiniones críticas. Todavía hay jueces independientes. Habrá elecciones, a menos que Trump quiera provocar una crisis constitucional. Y hay un gran partido de oposición. Desde luego, todo esto podría colapsar con el tiempo. Una manera de volverlo más probable es comportarse como si Estados Unidos ya fuera una tiranía. Doblegarse ante exigencias irracionales y a veces ilegales, sin verse obligado a ello, solo fortalece los impulsos indecentes de gobernantes con intenciones autoritarias. Esto se ha llamado “obediencia anticipada”. En vez de resistir ataques injustificados a su labor periodística, las empresas de comunicación pagan grandes sumas de dinero a un gobierno hostil para evitar una demanda. Despachos de abogados han hecho otro tanto. Los dueños de los periódicos ordenan a los editores suprimir las críticas contra el presidente. Los políticos se entregan a lo que en la Alemania nazi se llamaba “trabajar para el Führer”: tratar de complacer al líder anticipando sus deseos más descabellados –la cara de Trump en el monte Rushmore, un tercer periodo presidencial–. Las corporaciones, las universidades, incluso los militares estadounidenses, presas del pánico, revisan sus archivos, comunicaciones y documentos académicos, a fin de eliminar cualquier cosa que pueda atraer la cólera del presidente y sus subalternos. Si, en el pasado, se había utilizado la ideología woke para aplastar la libre expresión en muchas de esas mismas instituciones, la cruzada anti-woke de la extrema derecha es incluso más peligrosa, ya que cuenta con el respaldo del Estado. Despojan a las universidades de miles de millones de dólares en fondos federales si se niegan a que el gobierno decida qué debe enseñarse y quién debe hacerlo. El que Harvard haya decidido contraatacar y demandar a la administración de Trump es un signo alentador. Uno espera que otros sigan el mismo camino.
Está también esa otra inevitable respuesta psicológica frente a cualquier Estado indecente: la emigración interior, la tentación de ocuparte únicamente de tu jardín privado, de desterrar el ruido de la polis, de negarse a prestar atención a las noticias. Hubo más manifestaciones cuando Trump llegó a la presidencia en 2016. El que la naturaleza mucho más radical del segundo mandato de Trump haya encontrado hasta ahora menos resistencia podría tener varias razones: una sensación de entumecimiento, un Partido Demócrata aturdido, la falta de un objetivo que pudiera sacar a la gente a las calles, o el miedo justificado a que las movilizaciones masivas provoquen violencia de Estado sin que puedan hacer mucho para disuadir el extremismo de Trump.
Pero si la emigración interior puede disculparse en una dictadura, en la que expresarse acarrea peligros letales, poco se justifica cuando todavía hay libertad de expresión: la obediencia anticipada no es la manera de seguir siendo decente. Los ciudadanos deben protestar, del modo que mejor les parezca, contra los esfuerzos por destruir las instituciones que protegen la democracia liberal, sobre todo cuando hombres y mujeres que dirigen esas instituciones, incluyendo el mismo presidente, las utilizan para humillar a la gente. Si los ciudadanos no lo hacen mientras todavía pueden, sin exponerse a la cárcel o la deportación, merecerán un juicio mucho más duro por parte de las futuras generaciones que aquel con el que Anthony Eden buscó eximir a los franceses. ~
Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Publicado originalmente en Liberties.