Ian McEwan, las lecciones del tiempo
“Es una pena cargarse un buen cuento convirtiéndolo en una lección”, piensa el protagonista de Lecciones, Roland Baines, mientras, en las páginas finales, ya anciano, habla con su pequeña nieta Stefanie de literatura y de una improbable historia del siglo XXI. Es un buen consejo para leer esta hermosa novela: leerla como se leen las novelas de verdad poderosas; dejarse llevar por Ian McEwan, acompañarle como el lector hedónico y entregado que Borges recomendaba nunca dejar de ser.
Ian McEwan (Aldershot, Reino Unido, 1948), miembro destacado de una muy notable promoción británica de escritores, es uno de los grandes narradores europeos de las últimas décadas, con una larga y brillante carrera en la que hay no pocas novelas excelentes, entre ellas, El inocente, Los perros negros, Sábado, Chesil Beach y, cómo no, Expiación, la que es para casi todos su obra maestra. Lecciones (Anagrama, 2023, traducida por Eduardo Iriarte) tiene la densidad moral y los elementos característicos de su narrativa, otra vez busca lo que, como -entre otros- Justo Navarro o Vargas Llosa, dice perseguir el colombiano Juan Gabriel Vásquez en toda su obra como novelista: «Contar el escenario en que las fuerzas invisibles de la historia chocan con nuestras pequeñas historias íntimas, las invaden sin misericordia y las trastornan para siempre».
De Bach a la Velvet
La novela comienza con Roland insomne, es la mañana de un nuevo día y tiene a su pequeño hijo en brazos, siente como fuera de casa “la gente se precipitaba por las calles como sobre el viento”, mientras él, que ya ha cumplido treinta y siete años, sostiene al bebé y, abrumado por el cansancio y por el abandono (su mujer le ha dejado para siempre), recuerda un episodio de su infancia, aquella lección de piano en la que él tocaba un preludio de Bach, era una de las clases de música que, por circunstancias que no podía imaginar, cambiaron su vida.
“Nada es nunca como uno se imagina”. Roland no está seguro de si la frase es suya o alguien se la dijo, pero sabe, y sabemos con él, que encierra una verdad, tal vez la verdad de todos. Aquel niño que tocaba a Bach vivió en Trípoli, su padre formaba parte, -como, por cierto, el padre de McEwan- del contingente británico destinado en África, y llegó con el tiempo a convertirse en “un ardiente autodidacta”, profesor de tenis, aspirante a poeta, y pianista de hotel; y en un hotel tocó, en un día y en una escena memorable, Pale blue eyes, la muy triste y bella canción de Velvet Underground que le devolvía parte del tiempo perdido.
Vida pública y vida privada
McEwan nos va contando la vida -las esperanzas, los deseos, los dramas cotidianos- de un hombre en su mundo personal y también los acontecimientos públicos que la acompañan, esa marea que nos arrastra a todos aún sin quererlo. Vamos descubriendo gradualmente, con saltos en el tiempo y una mirada que lo abarca todo, como el destino individual del protagonista, y el de los personajes con los que se cruza, son zarandeados tanto por el período en el que le ha tocado vivir como por el entorno social y por el azar, por pequeños hechos accidentales que él no domina, que nadie controla.
El tiempo en Libia termina, queda atrás el universo de la niñez y su escuela infantil que, tiempo después, destruirán aviones de combate estadounidenses buscando al coronel Gadafi. A los once años llega con sus padres a Londres, va a empezar otra época, pero no es aún consciente de que “estaba a punto de dejar su hogar para siempre”.
En el internado Berners Halls la idea de una relación sexual se alzaba pronto ante los alumnos “como una cordillera hermosa, peligrosa, irresistible. Pero todavía lejana”. Las clases de música y, quién podía sospecharlo, la crisis de los misiles en Cuba aceleran el fin de la inocencia de Roland y lo llevarán a un territorio prohibido, a uno de los secretos que están esperando en las novelas de McEwan y que son como una sostenida carga del pasado que va ahogando a los personajes en el agitado mar de su conciencia. La vida que pudo ser y no fue, los universos paralelos, lo que queda oculto en el interior de cada uno.
Son tiempos turbulentos. Asistimos a hechos de enorme trascendencia pública que el autor sitúa con naturalidad en el relato, son como ilustraciones gigantes en la vida “pequeña” de la gente; conviven tragedias y esperanzas, colectivas y privadas. La guerra fría, y la explosión de Chernóbil, y -antes- la Segunda Guerra Mundial, el establecimiento del Estado de Israel, y aquella aventura inolvidable que fue la Rosa Blanca, y Vietnam, y el comunismo soviético y la caída del muro de Berlín (“en realidad dos muros paralelos separados por la Franja de la Muerte”), y el espejismo de que la felicidad, el final de los muros y el desarme vendrían para quedarse. Después, la confusión del Brexit y el drama de la pandemia, la evidencia de que la historia no termina nunca.
Hace tiempo que Roland, como tantos otros, había llegado a ese punto en que comprende que los padres empiezan a ir cuesta abajo; pronto no estarán, y él será ya solo padre, no más un hijo. Pero sabe que las opciones estaban claras: “Enterrabas a tus padres o te enterraban ellos a ti y lloraban con mucho más dolor de lo que podrá llorar nunca por ellos”. No quedaba mucho más que hacer, solo esperar.
Roland y las mujeres
Roland va viviendo su vida, sin comprender qué ha ocurrido de verdad en ella, siempre preguntándose por qué se fue su esposa, Alissa Eberhardt, una mujer que con los años llegará a ser una figura literaria en Europa, aspirante al Nobel. Solo dejó una breve nota en la almohada (“he estado viviendo una vida equivocada”) y él se quedó con Lawrence, su hijito de meses.
Solo cuando se acerca el final de su vida, y tras décadas de una dureza y frialdad sin fisuras, vuelve Alissa la mirada hacia los dos abandonados y se abre a un pequeño acercamiento. Muy enferma, recibe a Roland en su casa de un pequeño pueblo alemán, son dos viejos bebiendo como si fueran jóvenes y hablando del pasado. Es difícil no acordarse en esos momentos de Briony Tallis, la protagonista, también novelista, de Expiación y de su profundo -y ya inútil- lamento cuando se acerca la muerte.
Es extraordinaria la capacidad de Ian McEwan para trazar sus personajes femeninos. Además de Alissa, hay algunas mujeres que dejan en el libro una huella intensa y, pese a lo que leemos, luminosa. En ellas está, de un modo u otro, todo lo que ocurre en Lecciones.
Es, sobre todo, el caso de Rosalind, la madre de Roland ( una mujer “con una pena lejana que la rondaba y que nunca lloraba”); de Jane, la madre de Alissa, una figura marginal hasta que inicia “una misión y una aventura” y se acerca a alguno de “los pocos cientos entre millones de alemanes que opusieron resistencia a la tiranía nazi”; de Miriam Cornell, la profesora de piano, esa mujer que hizo del joven Roland un prisionero, que le descubrió muy pronto maravillas y zonas oscuras, y lo dejó sin amparo en medio del mundo; de Daphne, a la, que pasados los sesenta, acabará uniéndose hasta la muerte, hasta la última lección (“habían sido amigos mucho tiempo como se quieren los viejos amigos (…) pero esa noche se enamoraron, como adolescentes”); y, cómo no, de Stefanie, la nietecilla amada, una “amistad especial”, cuando ya no se espera nada, alguien que, para asombro del abuelo, se interesa por su pasado desde la “próspera vida interior de una niña de seis años”.
El paso del tiempo
Casi todo lo que nos pasa se olvida, piensa Roland en algún momento, pero sí recuerda un día de aceptación y agradecimiento. Fue en Berlín, justo cuando caía el Muro y terminaba una época. Él pasaba frente a los restos del demolido cuartel general de la Gestapo y entonces se vio, como nunca antes, como un hombre afortunado; por ejemplo, por haber nacido en el plácido Hampshire inglés en 1948 y no en Ucrania o en Polonia en 1928 y se dice que “si su vida hasta entonces era un fracaso, como a menudo pensaba, era pese a la generosidad de la historia”.
Pero la realidad es que en la charla final con su nieta, Roland, en medio de un agobiante episodio de vértigo, tiene un momento de lucidez y de tristeza. Se lamenta de que a Stefanie le iba a legar “un mundo dañado” y de que él, en verdad, no había aprendido nada y ya no lo aprendería nunca. Tal vez era uno de esos instantes en el que comprendemos, como describe con su brillantez habitual el canadiense Robertson Davies: «Esa es una de las crueldades del teatro de la vida; todos nos creemos estrellas y rara vez advertimos que no somos más que actores de reparto (…)».
Tal vez la sensación de derrota ante el paso del tiempo la tuvo Roland como pocas veces una noche, a las pocas semanas de que Alissa lo abandonara. Está con Lawrence, un bebé que duerme, y él se sienta “como en una plegaria” con un libro entre las manos. Es Juventud, de Joseph Conrad, y allí, sin moverse, lee durante una hora seguida, y con las palabras que Conrad pone en boca del narrador comprende, como hará ya anciano esa noche con su nieta, el paisaje moral que los años van grabando en nuestros rostros, lo que nos roba el tiempo:
«Todos asentimos en aquella mesa inmaculada que, como un paño liso de aguas de color castaño reflejaba nuestros rostros, arrugados, viejos; nuestros rostros marcados por el esfuerzo, por las decepciones, por el éxito, por el amor, nuestros ojos cansados; buscando con ansiedad algo más allá de la vida, algo que mientras se espera ha pasado ya».