No hubo, en el curso de toda su carrera pública ocasión electoral en la que Hugo Chávez no desconociese la voluntad del electorado cuando ésta le fue adversa. La provisión constitucional del referéndum revocatorio, que como candidato Chávez promovió con ardor, fue la primera de sus víctimas. Con el referéndum revocatorio convocado en su contra en 2004, comenzó Chávez la serie de fraudes que prolongó hasta su muerte.
En aquel momento, Chávez hizo públicas ilegalmente los millones de firmas que solicitaban se convocase el revocatorio, violando no solo el secreto del voto sino haciendo ulteriormente uso de esa lista para coaccionar el voto de millones de empleados públicos, instaurando de paso un totalitario apartheid político que sigue en vigor hasta hoy. Los firmantes de 2004 pagaron muy caro su pacífica intención de ejercer un derecho constitucional al quedar para siempre estigmatizados como ciudadanos de segunda.
Se hizo desde entonces rutinario que al concursar, por ejemplo, ante un organismo público para la obtención de un contrato, tu nombre sea primero buscado en la infame lista. “El problema es que tú firmaste”, puede ser la inapelable respuesta. De este modo, “la lista Tascón”, como se conoce el infame instrumento, le ha negado durante tres lustros a millones de venezolanos la administración de una justicia oportuna en las instancias penal, civil y mercantil.
La afirmación, frecuente en labios de simpatizantes europeos y estadounidenses, de que Chávez ganaba elecciones libres, una y otra vez, no resiste, ya a estas alturas, el más superficial análisis. Es una muy abonada gran mentira. La oposición venezolana lo sabe bien porque pudo ganarle a Chávez en su propio juego de autócrata competitivo que condesciende a medirse en elecciones. Solo que cuando perdía, antes que conceder Chávez prefirió siempre desconocer los resultados.
Otra cosa ocurrió en 2007, cuando Chávez fue derrotado por poco margen en un referéndum convocado por él mismo para hacer aprobar una reforma constitucional. Lo esencial de la misma era hacer de Venezuela un estado socialista modificando la constitución promovida por el mismo Chávez menos de diez años atrás. En un primer momento, Chávez tascó el freno pero luego reaccionó diciendo que la victoria opositora era una “victoria de mierda”. Más tarde se las apañaría para hacer que su mayoría parlamentaria aprobase, entre gallos y media noche, todas las modificaciones que ordenó el llamado comandante eterno.
En las elecciones de 2008, convocadas para elegir gobernadores estatales, Chávez recibió un verdadero varapalo: junto con la Alcadía Mayor de Caracas, perdió los cinco estados más populosos y económicamente activos, entidades éstas que albergan la mitad de la población del país. Ante ese revés, Chávez abrogó manu militari las potestades de la Alcaldía Mayor, negándole recursos presupuestarios. Luego nombró protectores para cada gobernación opositora, una dudosa figura política y administrativa impuesta, arbitrariamente y a la carrera, al gobernador de oposición.
Por el lado de la oferta, para usar la expresión de los economistas, Chávez instauró la práctica de encarcelar, inhabilitar políticamente u obligar a exilarse a sus adversarios electorales. Nicolás Maduro no ha hecho más que llevar al límite los alcances de una estrategia que ha sobrevivido a Chávez: convocar elecciones cuidando bien de hacer del todo irrelevante el voto.
A propósito de todo lo anterior suele hacerse una distinción entre Chávez y su sucesor que, benévolamente, atribuye a aquel una disposición, una templanza y una contención democráticas de las que Nicolás Maduro carecería. Si bien se miran las cosas, la popular locución “Maduro no es Chávez” resulta al cabo cierta porque Maduro ha resultado mucho más avieso que Chávez a la hora de extremar los medios de llevar adelante su perversa estrategia de mellar los votos. La contumacia de Maduro ha causado en los últimos tres años y medio centenares de muertes y privado de libertad a miles de ciudadanos.
La violencia que aún desangra a Venezuela en medio de una crisis humanitaria, agravada por la caída libre de la producción petrolera, tuvo su origen en la renuencia de Maduro a medirse electoralmente en las condiciones pautadas en la Constitución. Los resultados del domingo pasado, sin embargo, dejan ver que la estrategia chavista de esterilizar el voto opositor, con haberse sostenido durante más de tres lustros, no ha logrado derrotar el propósito mayoritario de los venezolanos de hacer valer el voto como única legítima arma política.
Cuando no se puede elegir, abstenerse no equivale a encogerse de hombros, sino la respuesta más gallarda que ha podido darse al designio de Nicolás Maduro de esterilizar el voto.
Abstenerse masivamente de acudir a una elección espuria, fullera y farsesca como la del domingo pasado no fue, a mi parecer, renunciar a la vía electoral sino, al contrario, un modo inequívoco, tácitamente acordado por millones de electores, de mostrar compromiso con ella, de dar a entender cuánto valoran aún los venezolanos el voto cuando es consignado libremente, sin coerción ni chantaje, sin canjear votos por cajas de alimentos en mal estado, sin presos políticos sometidos a tortura.
En Venezuela se juega al béisbol con tal fervor que sus saberes suelen guiarnos mejor que cualquier escolástica. Allí todo el mundo, incluso Nicolás Maduro, sabe el significado profundo de la frase que un gran pelotero-filósofo, Yogi Berra, legó en uno de sus célebres juegos de palabras parónimas: “El juego no se acaba hasta que se termina”.