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Ibsen Martínez: Berberova

La escritora Nina Berberova pudo regresar del exilio en 1989 a Rusia por primera vez en 67 años. Según Hubert Nysen, su editor francés, "la impresionó más el empobrecimiento moral e intelectual del país que su desastre económico"

Nosotros representábamos una extravagante pandilla que, por la edad que teníamos, no habíamos podido ser banqueros ni generales del Ejército zarista, y que, sin embargo, no aceptábamos lo que ocurría en nuestro país de origen», Nina Berberova.

En mayo de 1922, inexplicable y repentinamente, sin aviso previo y sin que muchos de quienes en aquel momento pugnaban por salir de la Unión Soviética se enterasen siquiera, Moscú comenzó a conceder pasaportes.

Se dijo entonces que aquel aflojamiento del rigor soviético que siguió al fin de la Guerra Civil y la intervención militar de los países aliados de Occidente era consecuencia de la celebérrima NEP ( Nueva Política Económica): la calculada flexibilización de la cruel economía de guerra que había imperado desde 1917. Por algún tiempo, la NEP logró que los ilusos pensasen que se trataba de una vuelta a los usos capitalistas.

Aumentó el comercio exterior, en efecto, y hasta creció discretamente el consumo de bienes de lujo. Fue en aquel tiempo cuando Armand Hammer, el magnate petrolero estadounidense, cabeza de la Occidental Petroleum, inició su largo y provechoso trato con la Unión Soviética.

 

 

Nina Berberova y la Unión Soviética

Lenin, el fundador de la Unión Soviética.

Capitalismo amigo

Comenzó por llevar ayuda humanitaria a los soviets—medicamentos e instrumental quirúrgico—, luego les vendió masivamente lápices y útiles escolares hasta que el mismísimo Lenin lo invitó a ampliar el alcance de sus negocios e incluir petróleo y maquinaria pesada. Terminaron llamándolo el Camarada Capitalista. Gran coleccionista de arte, se dice de Hammer que los soviéticos lo dejaban saquear selectivamente los tesoros del Museo Hermitage.

Por aquel mismo tiempo, Henry Ford, como siguiendo el apunte de Hammer, entabló negociaciones con el Comisariado de Industrias que lo llevarían, años más tarde, a instalar una fábrica de tractores en Nizhni Nóvgorod. ¡Ah!, pero el poeta Vladislav Jodasiévich no se dejó engañar por aquellas burbujas.

«Cuando Jodasievich tomó la decisión de abandonar Rusia, no supuso que nunca más regresaría a su país. Optó por marcharse al igual, que, años más tarde, optaría por no volver. Le seguí».

Quien habla es Nina Berberova, escritora, traductora, editora, periodista y gran memorialista del exilio ruso. «Gracias a aquella decisión, logramos seguir juntos y sobrevivir, al menos al terror de los años treinta. Nos debimos mutuamente nuestra salvación».

Narradora sin par, sus relatos y novelas muestran tal maestría que no dudo en contar sus obras entre las cimas del género.

No hay más que leer La Resurrección de Mozart, o su prodigiosa ópera prima, La Acompañante, para entregarle por siempre a Nina Berberova el corazón lector. Sin embargo, es como memorialista, como cronista de la tragedia humana que fue la Revolución Rusa que las quemantes palabras de la Berberova logran turbarnos por largo tiempo, mucho después de cerrar El subrayado es mío, su autobiografía que ella detuvo en 1969, casi un cuarto de sigo antes de morir en Filadelfia, en 1993.

Querellas de exiliados

Tal como invariablemente ocurre al releer, siente uno descubrir por vez primera lo que, inexplicablemente, soslayó en la primera lectura. Esta vez me detuvieron tres de las muchísimas estaciones de este primoroso y emocionante recuento de sus años de exilio europeo, transcurridos mayormente en Francia. Una de ellas es la trágica vacuidad de las querellas entre intelectuales exilados, a menudo despiadadas en su ciega mezquindad y en muchos casos instigadas por las fantasmagorías del autoengaño.

Al comenzar su destierro, Nina y Vlad gravitan en torno a Máximo Gorki, expatriado voluntariamente en Capri aunque sin romper con Moscú. Lo hacen en la creencia de que el gran autor socialista puede influir en Lenin para poner fin a la censura, las persecuciones, la prisión y los fusilamientos de intelectuales y artistas.

Al persuadirse de que ello nunca ocurrirá—de Gorki los decepciona su prodigiosa capacidad para la doblez—, la pareja se afana por sobrevivir materialmente en la Francia de entreguerras, trabajando en publicaciones en lengua rusa que a duras penas logran sostenerse, siempre atacadas por la intelectualidad de izquierda e ignoradas por completo por las derechas.

La segunda noción que brinda atmósfera distintiva a estas memorias de la precariedad es el silencio universal en que discurren las vidas de estas víctimas de la primera y mejor mitologizada distopía del siglo XX. Son los años veinte y los biempensantes del Europa y América han decidido darle una oportunidad a la Revolución Rusa. Ningún Romain Rolland dará crédito a Nina, Vlad y sus depauperados amigos.

«Existen docenas de libros dedicados a ensalzar aquellos años—ironiza la Berberova—: sus autores eran jóvenes y pobres y vivir en París era para ellos una fiesta. Pero nuestra situación nada tenía que ver con la de aquel periodista americano que llegaba a París para escribir una novela.[…] Gente así, había decidido vivir en París; pero, si quería, podía marcharse».

«Nosotros representábamos una extravagante pandilla que, por la edad que teníamos, no habíamos podido ser banqueros ni generales del Ejército zarista, y que, sin embargo, no aceptábamos lo que ocurría en nuestro país de origen».

En medio de una acogotadora pobreza, Nina Berberova despliega un admirable denuedo por formarse y por estar al corriente de todas las tendencias de la literatura y del arte nuevos. Vlad y Nina pagan las entradas para una audición de La Consagración de la primavera con cinco días de pan duro y un aguachirle que sustituye al café.

 

 

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