Ibsen Martínez: Chalbaud y el Golden Globe de Chávez
El prolífico y laureado dramaturgo fue ungido cineasta mayor del régimen en 2005
Hitler tuvo a Leni Riefenstahl; Hugo Chávez debió conformarse con Román Chalbaud. Ignoro si Chávez tuvo alguna vez noticia de quién pudo ser la Riefenstahl, ni de lo que la gran actriz, fotógrafa y cineasta berlinesa hizo por el cine de propaganda totalitaria, pero sin duda supo escoger al cineasta de palacio.
Chalbaud (Mérida, 1931), prolífico y laureado dramaturgo y cineasta venezolano, fue ungido cineasta mayor del régimen en 2005. La ocasión en que Chávez lo exaltó a tan alto rango resultó memorable. Para juzgar mejor la epifanía que entonces debió experimentar Chalbaud conviene tener presente la totalidad de su producción cinematográfica: una veintena de filmes realizados entre 1959 y 1997, financiados en su totalidad por el corrupto petroestado de la Venezuela saudita, anterior a la era Chávez, a razón de cuatro producciones por período presidencial. Todas ellas, con una o dos excepciones, basadas en obras teatrales del propio Chalbaud.
Como creador, Chalbaud sintió atracción por ambientes de marginalidad social y el demimonde. La crítica es unánime en que sus personajes mostraron por vez primera al público iberoamericano la realidad de la pobreza y la exclusión en la Venezuela petrolera. Su estética testimonia su admiración por el Buñuel de Los olvidados (1950).
La Garza, por ejemplo, protagonista de una de sus obras más aclamadas, El pez que fuma (1977), es la trágica madama de un prostíbulo caraqueño que llegó a hacerse arquetipo frecuentemente invocado en la conversación de los venezolanos cultos. En sus filmes, Chalbaud, desafiante paladín de los derechos homosexuales en épocas en que ello se pagaba muy caro, hizo siempre en su cine ocurrente escarnio de la homofobia nacional.
Chávez, decíamos, pontificaba insustancial y pesadamente en el curso de un acto público de asunto y carácter, digamos, “culturales”.
Intelectuales y artistas progres, comprometidos con la redención de la Patria Grande y el socialismo del siglo XXI, lo escuchaban anhelantes, atentos a que Chávez pudiese de improviso, tal como acostumbraba, asignarle una millonada a las subvenciones culturales. Chalbaud llevaba ya, por cierto, seis o siete años sin rodar. Estaría preocupado.
De súbito, en su divagante peroración, Chávez mencionó el Caracazo: la ola de sangrientos motines y saqueos que en 1989 estremeció Caracas. El Máximo Líder resolvió entonces que aquellas jornadas merecían un filme épico, un acorazado Potemkin caribeño que mostrara al mundo que el Caracazo fue la primera respuesta consciente de nuestros pueblos al neoliberalismo y al consenso de Washington.
Chávez se volvió hacia Chalbaud, invitado de honor en el presídium, y le dijo: “Tienes que dirigir esa película, Román. Mostraremos al pueblo tal como es: digno, valiente, generoso, antiimperialista”. Y, sin parar mientes en la trayectoria de Chalbaud, añadió: “¡Ya basta de ese cine de putas y maricones!”. Tal vez lo dijo ex profeso, los caudillos hacen cosas así, pero conociendo su ecuménica ignorancia, lo dudo: habló de oídas.
Lo cierto es que Chalbaud, sin chistar, aceptó el reto de hacer “un nuevo cine”. Aquel día, el autor de Caín Adolescente recuperó al fin su libertad creadora haciendo, por vez primera en su vida, cine y televisión de encargo y propaganda, como El Caracazo o Amores de barrio adentro.
Mark Lilla nos ha ilustrado ya sobre la tiranofilia de los intelectuales, pero para elucidar la tardía conversión de Román Chalbaud quizá convenga leer las páginas que, en El pez en el agua, Mario Vargas Llosa dedica a un tipo humano latinoamericano que llama “intelectual barato”.
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