Ibsen Martínez: Dulce bellum inexpertis
“La guerra atrae a quienes no la han padecido”, dice el adagio atribuido a Píndaro
“La guerra atrae a quienes no la han padecido”. Así podría traducirse este adagio, atribuido muchas veces a Píndaro, y que Erasmo de Rotterdam (1466-1536) glosó en una antología de sentencias morales que crecía y crecía con cada edición.
En esas glosas pensé, justamente, cuando leí, hace poco y en este mismo diario, una entrevista concedida por Paula Gaviria Betancur, consejera del presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, en materia de derechos humanos. Antes de asumir esta consejería, Gaviria dirigió la Unidad de Atención y Reparación de las Víctimas de la guerra que ha estremecido a Colombia y causado a su población más de ocho millones de víctimas en el curso de casi tres cuartos de siglo
En dicha entrevista, Gaviria hace afirmaciones que mueven a pensar varias veces antes de engañarse ante las complejidades que entraña poner fin a una guerra. Una de ellas atañe, justamente, a la justicia transicional y a la preocupación por la verdad: “La máxima justicia”, dice, atinadamente, Gaviria, “la máxima verdad no siempre son compatibles con la convivencia”. En otro recodo de la entrevista, Gaviria expresa perplejidad por algo que a mí, como a tantos otros extranjeros en esta tierra, tampoco ha dejado de sorprenderme: “Es increíble que al país no lo seduzca la paz; la gente no está seducida por el fin del conflicto”.
Debo atribuir al “azar objetivo” el que, por los días en que leí esta frase de Gaviria, me hallaba yo inmerso en un libro escrito por un colombiano que vivió hace más de un siglo. Se trata de la crónica de una de las guerras civiles colombianas del siglo XIX, acaso una de las 22 guerras que famosamente perdió el coronel Aureliano Buendía. Se titula Cómo se evapora un ejército y lo escribió Ángel Cuervo, uno de los mejores comediógrafos y dramaturgos hispanoamericanos de su época. Cuervo hizo parte del bando derrotado en una sangrienta revolución, uno de cuyos combates, librado en Cundinamarca, dejó en el campo más de 1.000 muertos antes de que Bogotá fuese ocupada a sangre y fuego por los sublevados.
Al terminar de leerlo, tuve la impresión de haber encontrado un texto de intención paródica sobre las endebles razones que han dado siempre los violentos de nuestro continente para justificar sus epopeyas, especialmente cuando éstas fracasan. Pero no es así: Cuervo creía firmemente en la justicia y la inevitabilidad de su guerra.
En cierto momento, incapaz cada bando de derrotar al otro, se pactó una tregua conocida desde entonces como “armisticio de la quebrada de Chagüaní”. El armisticio duró, para decirlo con expresión cara a Simón Bolívar, lo que un trocito de casabe en caldo. Durante aquella brevísima tregua, una intolerable tristeza, una macondiana melancolía hizo presa a los compañeros de Cuervo: hacer la paz les resultaba ignominioso.
Con lo que regreso a la perplejidad de la doctora Gaviria. John Keegan, gran historiador moderno de la guerra, dice al respecto: “Las guerras de este siglo han alcanzado tal extremo y han adquirido una forma tan cruel que al hombre actual le ha resultado fácil caer en la suposición de que la guerra extrema es inevitable”. “La guerra moderna”, concluye Keegan, “les ha dado mala fama a la moderación y al autodominio y las interrupciones o mediaciones humanitarias se consideran, cínicamente, medios con los que se enmascara o se palia lo intolerable”.
La alegría y entusiasmo con que volvieron a la matanza los contendores del relato de Ángel Cuervo fueron homéricas, aunque en Chagüaní no haya habido una explanada como la que se miraba desde las murallas de Troya.
@ibsenmartinez