Ibsen Martínez: El candidato de Manchuria
Alec Guinness en el papel de George Smiley
¿Quién podrá ser el encargado por Putin para manejar a distancia a Trump?
La idea de infiltrar un “topo” en lo más alto de la cúpula de mando del adversario fue, en el pasado, uno de los artificios más fértiles que la Guerra Fría deparó a la industria editorial y fílmica. Convencer de la existencia de un infiltrado a los escépticos burócratas a cargo de la contrainteligencia es la ímproba tarea del héroe.
Basta pensar en las dichas que, durante décadas, nos deparó John Le Carré a sus devotos lectores desde el momento en que Alec Leamas, el espía que regresó del frío, muere ametrallado junto al muro de Berlín mientras trata de escapar de Alemania Oriental sin lograr poner a Londres sobre aviso de que la proterva KGB soviética ha plantado un doble agente en la cúpula del MI6 británico.
El estadounidense Richard Condon, maestro de la sátira a costa del establecimiento político washingtoniano y virtuoso tejedor de hipótesis conspirativas, alcanzó una cota muy alta con The Manchurian Candidate (El candidato manchú), llevada al cine por John Frankenheimer en 1962 y conocida en España e Hispanoamérica como El mensajero del miedo. La nuez de su enrevesado pero verosímil argumento es que los norcoreanos (que para entonces ya eran chicos muy malos) han lavado el cerebro de toda una unidad de excombatientes del Ejército estadounidense en la Guerra de Corea con la intención de bombearle una bala en la cabeza a un candidato presidencial gringo.
Menos descabellado fue lo que, en la vida real, le ocurrió al canciller socialdemócrata alemán occidental, Willy Brandt, allá por los años setenta.
El legendario Marcos Wolf, jefe de la Stasi alemana oriental, logró infiltrar el círculo de confianza de Brandt adosándole, durante años, un secretario privado llamado Günther Guillaume. Cuando la contrainteligencia alemana occidental puso al descubierto la conexión Guillaume-Wolf fue inevitable la caída de Brandt. El caso movió al brillante dramaturgo británico Michael Frayn a escribir en 2003 un exitoso drama de poder: Democracia.
La contumacia de Donald Trump en poner a salvo de todo escrutinio sus opacos contactos con los rusos, su nunca disimulada simpatía por Vladímir Putin, su amistad con Sergéi Kysliak, el presunto espía y actual embajador ruso en Washington, y, por último, el despido de James Comey, exdirector del FBI, remite a los esfuerzos de Bill Haydon, el infiltrado soviético en lo más alto de la inteligencia británica que, en las ficciones de Le Carré, burla durante décadas la suspicacia del antihéroe, George Smiley, neutralizando cualquier indagación.
Pero el archienemigo de Smiley no es el escurridizo y astuto Haydon, sino su remoto manejador desde el Kremlin, a quien Le Carré nunca nos dejó conocer más que como Karla. Karla logra, una y otra vez, preservar la inmunidad de Haydon a costa, no solo de la vida de muchos agentes ingleses, sino del crédito de Smiley ante sus superiores, hasta que, finalmente, el antihéroe logra echarle el guante.
¿Quién podrá ser el Karla encargado por Vladímir Putin para manejar a distancia a Donald Trump? Quienquiera que sea debe tirarse de los cabellos, en su oficina de la moscovita Plaza Lubyanka, a cada torpe intemperancia del inquilino de la Casa Blanca.
Oleg Erovinkin, antiguo general de la KGB, fue hallado muerto en su coche, en Londres, el 26 de diciembre del año pasado. Colaboraba con un exagente del MI6 británico en la compilación de un dossier en torno a los nexos entre Trump y Putin. Para colmo, Trump se ha metido, al igual que Richard Nixon, en un lío de cintas grabadas que un grupo de senadores insiste en escuchar.
Quizá sea hora de llamar a George Smiley.