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Ibsen Martínez: El mundo es lo que es

Tal vez nunca dejaremos de decir que no podíamos estar peor ni de ofrecer hallacas sin Maduro la próxima Navidad

“Lo peor no llega aún”, exclama en un cierto momento Edgar, el noble personaje del Rey Lear: “no mientras podamos decir ‘esto es lo peor”.

Estoy persuadido de que todavía deberá pasar muchísimo tiempo —con toda seguridad cuestión de muchísimos años—, antes de que la gran mayoría de mis compatriotas deje de decir “esto es lo peor”. Temo que sea ya muy tarde para democratizar la patria de Bolívar y de Luis Aparicio con estrategias tan descabelladas y de cortas miras como las de la emulsión López-Guaidó porque si algo caracteriza a las tiranías es su propensión a consolidarse tan pronto se brinda la oportunidad.

Tal vez nunca dejaremos de decir que no podíamos estar peor ni de ofrecer hallacas sin Maduro la próxima Navidad.

Sin embargo, es también un hecho que hoy no es difícil topar, dentro y fuera de Venezuela, con el sabrosón que, auscultando las semillas del tiempo como las brujas de Macbeth, y luego de proclamarse apolítico y enemigo de polarizaciones y de extremismos porque hay que ser realista y ver las vainas como son, sentencie con desparpajo caribe que Trump perdió, que el interinato de Guaidó terminó y que la pelota es redonda, mi querido caballo, y viene en caja cuadrada.

Desde luego, si se atiende, como él hace, a los reportajes que desde Caracas ven en la dolarización de facto una señal de “rectificación” por parte del dictador, una deriva, aunque sea socarrona hacia los equilibrios macroeconómicos y la libre convertibilidad de la divisa que en los años 80 recomendaba el consenso de Washington, entonces es posible creer también que Elvis Presley sigue vivo y regenta un rock café en Maracaibo.

A los optimistas que me he topado en algunas tertulias vía Zoom entre exilados no les faltan ejemplos cuando invitan a avizorar un chavismo sin Chávez ni Maduro antes de que termine el sexenio, un gradual aperturismo hacia la economía de mercado cuyo factótum no sea el mustio general Vladímir Padrino ni el barbarazo de Diosdado Cabello sino el mismísimo Jorge Rodríguez trocado en una especie de conde Potemkin tutelado por Vladímir Putin y Rodríguez Zapatero.

“Jorge Rodríguez no será una solución Marlboro— escuché decir a un chusco de ordinario muy bien enterado–, pero tampoco es tabaco en rama”.

El optimista te hace ver que ya decenas de happy few, a la cabeza de ellos un exitoso propietario de afamados cañaverales y alambiques aragüeños de los que ha salido el mejor ron añejo del mundo desde fines del siglo XVIII, promueven sin prejuicios la idea de reactivar desde ahora mismo la bolsa de Caracas sin esperar la alborada de la democracia y el libre mercado prometidos por Leopoldo López.

Parangón de sus posibilidades es la bolsa de Shanghái que funciona divinamente en la China Popular desde los tiempos de la Dinastía Xioaping. ¿Por qué no puede florecer una bolsa de capitales criollos en el país de un bolichico como Alejandro Betancourt y un fugitivo expresidente de Petróleos de Venezuela como Rafael Ramírez? Solo los aguafiestas sugieren que una tal bolsa podría darle carta de naturaleza a la colosal lavandería de capitales negros en que las sanciones estadounidenses han convertido al país.

Otra señal de los tiempos, te dicen, son las palabras del joven presidente de la lonja de cámaras industriales, Ricardo Cusano, cuando reporta lo razonable que encontró a Jorge Rodríguez en la primera reunión de exploración tentativa para trazar el marco de un acuerdo que permita atender la tragedia humanitaria. Y participar, ¿por qué no?, en la reactivación del sector petrolero mediando una flexibilización de las sanciones gringas, escenario este que no es imposible.

“El mundo es lo que es—escribió famosamente V.S. Naipaul—, quienes nada son, quienes se permiten llegar a no ser nada no tiene sitio alguno en él”. Esa frase vuelve a mí una y otra vez cuando pienso en nuestros políticos de oposición. Para Venezuela, lo peor no llega aún.

 

 

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