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Ibsen Martínez: Eso no puede pasar aquí

Hace 20 años, con Hugo Chávez presidente electo y aún no en funciones, publiqué en El Universal de Caracas, un artículo que titulé “Porqué no me asusta Chávez”. Estaba convencido de que la agreste realidad de la Venezuela de entonces completaría la educación de aquel militar exgolpista, ignorantón y bienintencionado pero de mostrenca formación política.

También los barones de la prensa pensaban así, y con ellos, el arrogante mundo de los altos ejecutivos de la petrolera estatal, convencidos estos últimos de su imprescindibilidad. Sólo veían en Chávez un accidente de fin de siglo, un poquitín gritón y retrógrado, pero accidente al fin.

Sólo algunos –en realidad, muy pocos— de los proverbiales poderes fácticos gesticulaban alarmados. La mayoría confiaba en poder despertar a Chávez de su sueño de torcer el rumbo de la historia planetaria desde un pequeño país sudamericano y apaciguar, así, su fogosidad antisistema. La pachorra con que el paquidérmico funcionariado de uno de los petroestados más antiguos y burocráticos del planeta cumpliría sus órdenes, arrastrando los pies y acatando sin obedecer, acabaría por amansar los arrestos revolucionarios de Hugo Chávez.

Mi artículo declaraba fe ciega en una opiácea superchería que, últimamente, he vuelto a escuchar en México y en Bogotá. Enérgicamente difundida por politólogos e historiadores de mucho predicamento, la superstición intelectual de que hablo rendía culto a una presunta singularidad venezolana.

“Somos únicos —rezaba la versión más legible—; no somos violentos como los colombianos ni adoradores perpetuos de Eva Perón como los argentinos; nuestro apenas imperfecto bipartidismo es, sin duda, alternativo y no se parece en nada a la dictadura perfecta del PRI; somos la democracia más antigua y sólida de la región”. La última batalla de nuestras guerras civiles se había librado en 1903; el país era pacífico, democrático, antimilitarista, plural y solidario. Laico hasta lo profano, mamador de gallo, aficionado al beisbol y a los concursos de belleza. ¡Ah!, y el petróleo, ¡cómo olvidarlo!, obraba como gran amortiguador de las inequidades.

El corolario de aquella tranquilizadora martingala sobre la singularidad venezolana era este: lo que se nos venía encima no era más que un cambio de elenco —así lo llamábamos—, ruidoso, cierto; zafio y cuartelario, cómo negarlo.
Pero fatalmente destinado a fundirse con la élite social hasta entonces dominante. Nadie pudo ni quiso siquiera contemplar la posibilidad de dejar de ser un petroestado insolidario —polvo de estos lodos— y convertirnos en la anómica y sangrienta distopía militarizada, para colmo satélite de Cuba, que hoy es Venezuela.

¿Una dictadura narcomilitar de extrema izquierda? ¿Con las instituciones que nos gastábamos? ¡Difícil de creer! A la Venezuela de hace 20 años le venía como un guante el título de una novela de Sinclair Lewis: Eso no puede pasar aquí.

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