Ibsen Martínez: Naipaul y Venezuela
Sir Vidia se interesó por el país sudamericano, a solo 90 millas náuticas de Trinidad y Tóbago, su lugar de origen
En un libro de juventud, V.S. Naipaul (1932 – 2018) examinó elementos del carácter moral de su país que encuentro semejantes a los del mío. Naipaul visitaba Trinidad luego de una larga ausencia, y experimentaba el temor del reencuentro.
«Sabía que Trinidad carecía de importancia y de creatividad, y que era cínica — dice en The middle passage, escrito en 1960—. Las únicas profesiones eran la abogacía y la medicina porque ninguna otra era necesaria. Se reconocía el poder, pero a nadie se le otorgaba dignidad alguna. A toda persona eminente se le tenía por tortuosa y desdeñable. Vivíamos en una sociedad que se negaba a tener héroes. […]
«Trinidad era un lugar donde una recurrente palabra de agravio era «engreído», expresión de resentimiento ante cualquiera que poseyese una destreza poco común. Tales destrezas no eran requeridas por una sociedad que nada producía, que nunca tuvo que probar su valía y a la que nada exigía ser eficiente. […] La generosidad –la admiración entre iguales— era, por tanto, desconocida; una cualidad que solo conocí en los libros y hallé solo en Inglaterra».
Se refería Naipaul a Trinidad, y hablaba de ella como luego hablaría de la India, del mundo islámico, de las Indias Occidentales y también, en más de una ocasión, de nuestra América: sin zalamería, con desasida franqueza, sin marco teórico ni idealización ni desengaño. Motivos sobrados para haber merecido en vida el repudio biempensante de la corrección política.
De «cerdo misógino y almanaque de infelices opiniones» lo tacha un tuit que acabo de leer. De su misoginia feroz no tengo duda. Otro juicio me merecen sus opiniones.
«Mis antecedentes son a la vez excesivamente sencillos y excesivamente confusos— declara en su discurso de aceptación del Nobel, en 2001—: nací en Trinidad; una pequeña isla en la desembocadura del gran río de Venezuela, el Orinoco. Así que Trinidad no está estrictamente en Suramérica ni estrictamente en el Caribe». Son coordenadas que cualquier venezolano también podría hacer suyas: aunque pisemos Terra Firma, me late que no somos del todo suramericanos ni del todo caribeños.
Apropiarnos de ellas me parece más a útil a una literatura «de indagación nacional» – expresión que debo a Christopher Domínguez Michael— que las barrocas coordenadas que daba la inflazón barroca de Arturo Uslar Pietri: «sabemos por los cartógrafos que Venezuela es el castillo de proa de esa rabilarga galeaza que pinta en el mapa la América española».
Naipaul —Sir Vidia, para nosotros, devotos— se interesó, ¡y mucho!, por Venezuela, no solo por la prelación de nuestra Historia sobre la de su país de origen, sino también porque solo nos separan 90 millas náuticas. Testimonio, entre muchos, del doble flujo cultural entre mi país y Trinidad, propiciado por la cercanía, es la palabra mamagay que en inglés trinitario nombra lo mismo que el español de Venezuela y Colombia: mamar gallo; esto es, tomadura de pelo, evasiva engañosa. Trinidad ha sido refugio de todos los exilios políticos venezolanos desde tiempos coloniales.
Para escribir «La pérdida de El Dorado», imprescindible portento que narra las vicisitudes arrostradas por Sir Walter Raleigh en nuestra Orinoquia, Sir Vidia aprendió nuestra lengua para adentrarse en las crónicas de Indias, en archivos sevillanos, en memorias virreinales.
Su imaginación se prendió de personajes como Antonio de Berrío, segoviano que combatió en Flandes a las órdenes del Duque de Alba y vino al reino de los chibchas con Jiménez de Quesada, su tío político, de quien heredó el quimérico título de gobernador de El Dorado. Francisco de Miranda mereció de Naipaul largos capítulos en dos de sus libros.
Sir Vidia apreció menos a Miranda como precursor independentista que como superlativo producto atormentado del sistema de castas colonial español. Era canario, un «blanco de orilla«; un descastado, no un aristocrático español de América, como Bolívar.
La condición de súbdito colonial comportó para Miranda, tanto como para Naipaul, un exilio y una privación de la complejidad de la cultura metropolitana que, instintivamente, ambos prefirieron a las discriminatorias y crueles simplicidades de la sociedad colonial.
De su «almanaque de infelices opiniones» espumo una frase, referida a la Argentina, que resume su visión de nuestra América, comarca de pesadillas cuyas gentes, dolorosamente: «no tienen causas, tan solo enemigos».
Vale la pena rumiarla, como quien descifra un koan budista.